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La importancia de trazar puentes…

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                                                                                                      “Detrás de esta aparente y prolífica variedad de escenas puede vislumbrarse el hilo conductor de una curiosidad y un interés antropológico sostenido durante cuarenta años de carrera del artista, en la que construye una impresionante visión ecuménica del género humano, sin distinciones ni menosprecios de ninguna índole”.

Corina Matamoros

La temática principal de la obra de Leandro Soto (Cienfuegos, 1956) es el viaje, pero no a la manera de los cronistas de siglos pasados, que solían dejarse fascinar por lo desconocido para fabular. En este caso, el artista es un Cándido curioso que como investigador responsable guarda distancia de su objeto de estudio y traduce sus conclusiones en imágenes. Cual antropólogo contemporáneo, no establece un referente cultural, evitando el etnocentrismo, sino que con mirada aguda y desprejuiciada explora otras culturas, valorándolas desde sus propios términos. Ejemplo esclarecedor de ello es su muestra Crónicas visuales de Leandro Soto, presente en el Museo de Bellas Artes, Edificio de Arte Cubano, desde el 9 de marzo hasta el 14 de mayo de 2018.

El artista cienfueguero ha configurado la exposición a partir de sus trabajos de campo a lo largo del mundo, y en cada obra alusiva a ellos, logra resignificar esas culturas al pasarlas por el filtro de su espiritualidad. Al mismo tiempo, se muestra como un seguidor de Ortiz en el afán incesante de definir, desde su campo de acción, qué es lo cubano, cuáles son los verdaderos cimientos de nuestra identidad, la cual no se circunscribe a un pasado africano o español, sino que se expande al resto del mundo y continúa hibridándose a diario mediante la migración, la diáspora, la globalización y la creciente posmodernidad con su don de acortar distancias.

Soto no solo constituye uno de los pioneros del performance en Cuba, sino que tiene muy incorporada la idea de fundir el arte con la vida, ya sea mediante las temáticas que aborda, directamente relacionadas con la religiosidad popular, como por la participación que exige del público para una correcta y completa lectura de su quehacer. De ahí la inclusión de libros manufacturados prestos a ser hojeados o la elaboración de piezas visualmente atractivas, cuyos colores o texturas inquietan al espectador, invitándolo a vivir una experiencia sensorial. Se trata de la interacción con el objeto, pero a su vez de lo efímero de lo performativo, donde el receptor es el máximo completador de la obra y tiene la libertad y el poder de reconstituirla a cada instante. Su iconografía representa una constante en su devenir artístico, las composiciones enrevesadas, con preeminencia de colores complementarios y seres antropomorfos que parecen salidos del espeso verdor de la selva o de la tierra rocosa de las montañas andinas. Incluso, en ocasiones, es como si la naturaleza tomara rostro para hablarnos.

El trabajo con el gran formato es sin lugar a dudas otro leitmotiv dentro de su carrera, así como el gusto por el collage, donde todo tipo de materiales y elementos del mundo extrartístico pueden fundirse para crear una pieza única. Es así que en un inmenso mural compuesto por varios paneles, logra caracterizar diversas deidades, mediante sus atributos y el uso de barajas, sacos de yute, bisutería, entre otros, para darle a esa suerte de altar la luminosidad que demanda como parte de una ofrenda a un ser sobrenatural (Por ejemplo: el panel de Shangó posee una palma, machetes, maracas, plátanos, un tambor, tabacos, una estampa de Santa Bárbara, etc.). Igualmente, concurren en la obra Asclepious, Babalú y el ADN como una serpiente sabia (2001) materiales como el acrílico, el metal, la madera, el papel, una guirnalda eléctrica y yerba seca.

La sala transitoria del Museo Nacional de Bellas Artes fue convertida por el artista en un hermoso diario de campo o quizás en una a/r/tografía; creación que le brinda la oportunidad de equilibrar la significación de la imagen con la del texto escrito, secuela del conceptualismo más férreo que toma otros matices en su poética. Es como si al ver las piezas sobre las blancas paredes sintiera la necesidad de acotar las explicaciones necesarias, como una guía para el público que diagramara las conexiones entre los fenómenos. Las notas son apuradas y los esquemas devienen una suerte de bocetos que arrojan luces sobre el discurso que le interesa transmitir. Ese toque poco premeditado, propio de la contingencia investigativa, unido a reflexiones asociadas a lo inconcluso del hecho artístico, siempre en constante construcción e imposible de asir por nosotros, los testigos de esta época, dotan de particularidad su obra.

Sus múltiples identidades transitorias (artista visual, performer, pedagogo, escenógrafo, etc.) han ampliado su diapasón de análisis creativo, le han dado nuevas perspectivas sobre nuestro papel como ciudadanos del mundo, de frente a aquellos que solíamos considerar “otros” y que el cambio de contexto ha echado por tierra dicha escisión. La diferencia cultural existe, pero es precisamente esa diversidad lo que dota de riqueza a la especie humana. En la medida en que entendamos eso, nos podremos imbricar mejor con otras culturas, conocerlas, comprenderlas y respetarlas por sobre todas las cosas.

El punto de partida y de regreso para las líneas de análisis de Soto siempre está en el Caribe, ya sea por su cuna cubana o su residencia actual en Barbados, pues siente muy de cerca la circunstancia del agua por todas partes. Como investigador ávido de conocimiento vuelve a la raíz de las civilizaciones andinas, en la búsqueda de lo cosmovisivo, del espíritu del lugar que ha de perdurar pese al implacable paso del tiempo y las tecnologías. Trata de comprender en un espacio urbanístico asombroso como Machu Pichu la injusticia de la historia, cómo considerar parte del “Nuevo Mundo” una ciudad con tal grado de desarrollo, nada envidiable a los logros alcanzados por Europa hasta entonces en cuestiones de arquitectura, astronomía, etc. Es entonces que retumba la pregunta de: si los muros pudieran hablar, ¿qué nos dirían?

A la manera de un puzzle, el artista disfruta ir conectando religiosidades populares, encontrar nexos que asemejen a las culturas, en lugar de diferencias que enfaticen el velo de la alteridad, la escisión entre los unos y los otros. Así conecta a la Sociedad Secreta Abakuá con los Hopis de Arizona, reconstruye el ñañiguismo mediante la representación plástica de sus símbolos más significativos: el íreme, las firmas, el pez Tanze, el tambor Ekue, entre otros. Traza puentes al imbricar los equivalentes de los santos en cada lugar, brindándole múltiples lecturas a las obras. De repente una inmensa pieza donde resaltan los rojos y negros alude al niño de Atocha, al niño de Praga, a nuestro Eleggua y al Ganesha de Trinidad y Tobago. Todos son una misma deidad y a la vez son diferentes, por las resignificaciones que ha tomado en cada espacio geográfico. En la medida en que cada receptor pueda apropiarse de las ideas que transmite el cuadro, con la pluralidad de lecturas que eso implica, la tarea de Soto estará cumplida. No se trata de evangelizar, sino de sugerir, la fe como expresión primera de la subjetividad acaba llenando las líneas en blanco.

Desde su pertenencia a Volumen I en los ochenta, Soto marcó el inicio de un arte contestatario en términos temáticos y de proceso creativo (instalaciones, performances, etc.), provocador en cuanto a la recepción y expresión fidedigna del sentir popular, del folklore de nuestra Isla, ese que no responde a un discurso oficial, pero que sintetiza la identidad de un pueblo mestizo religiosamente, de un ajiaco cultural.


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