“Hoy es la víspera de siempre”
Silvio Rodríguez
Formalmente, exposición personal que por estos días se presenta en Galería Habana, es una excelente oportunidad para admirar algunas de las obras más significativas de Felipe Dulzaides. El conjunto es variado y por su organización parece corresponderse con una voluntad evocativa. Para sorpresa de muchos, solo ha faltado el video, recurso empleado frecuentemente por el artista. En su lugar, se presentan obras de estreno en Cuba, hitos en su historia personal y en su poética, más relacionadas con el objeto encontrado y con la apropiación artística e inclinadas al hecho instalativo o al ensamblaje. Discursivamente, la muestra ha funcionado como registro del espíritu de nuestro presente cultural, pletórico de problemáticas. Nos advierte muy atinadamente de que esta época es asunto de sensibilidad y no de razones, que es un espacio de constante invención y florecimiento, que solo halla imagen poética en la decadencia.
Dulzaides comparte generación con la hornada de artistas que emergieron en los 2000, sin embargo, alcanza visibilidad en Cuba en los últimos diez años. Esto se debe a su larga estancia fuera de la Isla, experiencia que ha funcionado como importante sustento discursivo para su obra: Felipe, como el mítico Odiseo, ha hecho del viaje su principal proeza, y del regreso, la materia con la que se pueden crear mundos subalternos a lo cotidiano. La distancia ha modificado su posición ante lo real, ha descontaminado y enriquecido su mirada.
Solo bajo la óptica de que la apropiación es una forma renovada del conceptualismo más clásico podemos afirmar que Dulzaides es un artista conceptualista. Su procedimiento artístico contempla los aportes filosóficos y prácticos de diferentes tradiciones artísticas contemporáneas, fundamentalmente el Povera, Minimal Art, Land Art, Fluxus, Nuevo Realismo, Conceptualismo, asumiendo una postura transhistórica. En este caso, estamos en presencia de una propuesta que defiende el valor del arte como sistema de pensamiento. De alguna manera, el consumo de tradiciones artísticas pasadas y la producción de nuevos modos de uso para ellas es un tema central en su obra. El producto final de sus resoluciones artísticas es un objeto deshebrado que, si bien posee siempre un cuerpo, le trasciende en favor del gesto poético que subyace en la selección y apropiación practicadas por el artista en este.
Formado inicialmente en el teatro, Felipe ha ensayado a lo largo de su obra cómo condensar giros dramáticos en imágenes. Por ello recurre de manera constante a su vida personal, tratándola como enclave de rituales de observación y praxis, alternativos a los de una Historia con el tiempo deshumanizada; al gusto subyacente a profanar el cuerpo de lo extraordinario. Su retórica va de un extremo al otro, oscilando entre lo banal y lo asombroso.
Es Bandera de mi tamaño un ejemplo de la metodología creativa empleada por Dulzaides. Esta obra, una sabia apropiación de lo que el Pop Art por definición histórica es, trata el tema de la identidad cultural desde lo personal y empírico. Análoga al archiconocido dibujo del Hombre de Vitrubio, plantea el tema como atributo íntimo. Para el artista italiano Leonardo Da Vinci aquel dibujo ilustraba la correlación de proporciones, el orden y la simetría en la figura de un ideal de hombre. En este caso el sujeto, concebido como entidad indivisible e irrepetible, es concebido como el centro de todas las cosas. Y en esto consiste la valía de cierto canon.
Dulzaides recurre a esta imagen al emplear las medidas de su propio cuerpo para construir una bandera cubana con luces de neón. Entre esta imagen y el famoso dibujo existe una cierta comunión de significados. Ahora, la sangre, honor de la Patria, es la que fluye por sus venas, el azul el que en sus ojos se impregna, y la pureza que descansa en lo digno, es la de su propio carácter. Su cuerpo, como territorio, encarna todo aquello que la enseña nacional glorifica, puesto que es el soporte donde esta deja sentir su efecto ideológico. Logra así reconciliar elementos devenidos en antípodas: el discurso y la práctica, lo humano y lo titánico, lo carnal y lo heroico, el sacrificio cotidiano y la gloria.
Por otra parte, la identidad cultural queda planteada como asunto de determinación personal y construcción, más allá de lo que dictan estereotipos y dogmas. Practica entonces con su propia carne y entremezcla los valores que le son propios, sustantivados en la iconografía de la enseña nacional, y el aliento de una cultura que funciona como referencia más amplia de lo universal, a través de las luces de neón. Solo el artista, en su historia personal, puede encarnar una reconciliación de esta índole. De alguna u otra manera, también ofrece iconografía a una problemática social peliaguda para el contexto cubano, como es el regreso a la patria.
El uso textual de las medidas de su cuerpo tiene además otros sentidos: violentar los relatos colectivistas y generalizadores que empoderan a la masa por encima del sujeto. Ello apunta a una tendencia en el arte contemporáneo cubano conducente a repensar la individualidad como único espacio de redención para lo humano.
En su más reciente muestra nos presenta un Posible Autorretrato, pieza en la que recurre a lo autrorreferencial con otros salvoconductos. En una estructura escultórica de notable simplicidad, compuesta por un madero en forma de pilar y una esfera de arcilla que, en una suerte de estática milagrosa descansan recostados a la pared ha sintetizado su propia figura, ofrecida al espectador como silueta o espectro, marca de una presencia, incluso una huella. El conjunto mide la altura del artista, mecanismo por el cual asocia el cuerpo construido no ya a la historia personal sino a lo humano, en el más amplio sentido del término, gracias al uso de la metonimia como recurso poético.
El precario equilibrio de los volúmenes traduce, más que inestabilidad propiamente dicha, una suerte de languidez. Así Dulzaides instala una lógica dramática al volumen, fundamentalmente abstracto. Todo movimiento en este ha sido reducido a un estado de postración un tanto perturbador. Pudiéramos pensar que las masas ensambladas en esta especie de cuerpo carecen de dinamismo, que han sido sofocadas por alguna fuerza superior, o que sufren de un hastío insuperable, pero en ellas sospecho contención, mesura, movimiento en potencia aún por disiparse en energía que, por ahora, se ha invertido en el ensamblaje mismo cual estado vital. Posible autorretrato exuda vitalidad y cierto misticismo. Como si perteneciera a un tiempo remoto, alude a lo humano en tanto concepto e historia. La arcilla y la madera, límpidas en su presentación, funcionan como signos inconclusos e impertinentes en medio de una trama protagonizada por fuerzas de orden visual.
Predomina en la muestra el rigor geométrico en imágenes y volúmenes, independientemente del medio empleado por el artista. Así reclama orden frente a una realidad sumamente compleja.
Son extraordinarios los ensamblajes que ha instalado sobre los muros de la galería. El origen de estos trabajos es la estancia de Dulzaides en Italia, tras recibir el prestigioso Premio Roma en los Estados Unidos. Llama la atención de ellos, su aparente sencillez: trozos de acero, cables, aros, lunas, astros, remolinos, emplazados en la urdimbre de una composición de impulsos abstractos, devienen en fantásticas maquinarias. Son frugales y magníficas, para consumirlas no se precisa más que de la percepción: piénsese en la música y su inmaterialidad.
Cada una de estas piezas, diferentes por su estructura, responde a una lógica formal diferente. Ahora bien, sus dinámicas están impulsadas, más que por alguna regla de la geometría, por la fuerza del azar subyacente al hecho mismo de la instalación. Están compuestas de un objeto encontrado, siempre con una historia de tan ordinaria, sublime, un dibujo sobre la pared non finito y su propia sombra. Es este último elemento lo que otorga soporte a la pieza, puesto que comprende el punto de inicio para el dibujo, el rasgo estructurante de la composición, y el cierre. La estructura general de cada conjunto está marcada por cierta espontaneidad. La improvisación es la base de toda la operatoria de ensamblaje en ellas practicada. Indudablemente, la musicalidad, más que un patrimonio familiar para el artista es conquista en sus orquestaciones visuales: la luz, los trazos, la sombra y el poder de la materia misma, vibran en medio de un espacio que es eco.
A primeras luces pudieran ser entendidas estas obras como interesantes abstracciones, pero son en efecto profundamente figurativas. Primeramente, el objeto encontrado, epicentro de la composición, se corresponde con un amplísimo campo de sentidos al provenir del mundo de objetos cotidianos, y a pesar de que de él han desaparecido los asideros que lo enclavan en una maquinaria determinada, en una pieza determinada, en un objeto funcional determinado, sabemos desde su misteriosa arboladura enunciativa, que guarda en sí muchísimas experiencias, y que ha participado de lo real de encubiertas maneras. Por otra parte, el sistema en el que se ve inscripto tiene, a pesar de ser eminentemente abstracto, un carácter narrativo/alegórico notable. Siempre cuenta una historia, que puede estar vinculada al arte y sus límites, a la vida cotidiana, a lo que de ella asociamos con lo sublime, incluso, a la vida del propio autor. No obstante, su visualidad es abstracta. Más que un conflicto, esto supone una superación de las tradiciones artísticas.
Y es que Dulzaides no está incursionando en lo abstracto, se está apropiando de la amplia gama de posibilidades creativas que ofrece la abstracción como concepto. La emplea acorde a una poética con una fuerza anecdótica aplastante. Ahora bien, la anécdota no siempre recurre a la prosa. Dulzaides a tan enigmáticos objetos, exudados de diversas cotidianidades, no siempre reconocibles, los instala en un espacio narrativo característico por su depurada expresividad, alcanzada por mediación de ímpetus formales, estrictamente concretos.
Detrás de esta propuesta es notable el gesto de apropiación del artista. Su obra se inserta con carácter determinante en medio de la confrontación entre lo que entendemos como Abstraccionismo, que no es más que la adulteración de las formas aparentes de lo real en una síntesis visual o enunciativa, y la Abstracción propiamente dicha, tendencia artística en la que el artista pretende representar su propio mundo interior, esgrimiendo toda referencia figurativa, despreciando la mimesis, la síntesis formal incluso, en busca de crear una suerte de experiencia espiritual íntima y autónoma fruto de la más pura contemplación. En conclusiones, este camino de aproximaciones a la historia del arte y de los procesos de formación de la imagen per se, le ha propiciado a su espíritu fabricar objetos concretos, patrimonio de imágenes propias.
El objeto de estas piezas consiste en expresar simultáneamente dos espiritualidades: la del artista y la de la materia usada por él. La forma se convierte en el intermediario entre ambos elementos: la idea, proviene del espíritu y la materia, eventualmente se metamorfoseará en forma. Alquimia displicente a esquemas, la forma pura es comunión de ideas superiores y atributo de un estado insoslayable de la sensibilidad. Entonces Dulzaides crea o inventa, y ya no representa. Se trata pues de construir un cuadro, una instalación o un video, como ha sido hecho un árbol, como si el objeto del arte fuera generar una existencia nueva.
Con su obra Dulzaides se plantea incidir en la fenomenología subyacente a lo iconográfico. Habitualmente en el arte, cuando se tratan imágenes como símbolos, o a lo real como supremo, le son insertos cual complementos legitimadores, drama y monumentalidad. Sin embargo, su postura es determinante: no urge el arte de otro artificio más que del suyo propio. La trascendencia de una idea no se halla en los constructos de su significado, sino en su utilidad y su inmanencia.
Este pronunciamiento, concerniente a problemáticas estrictamente artísticas funciona como alusión a conflictos que nos afectan en otros niveles: Making real dictamina sobre el arte y sus posibilidades, sobre nuestro presente histórico y sus flexiones. Nuestro tiempo, en constante cambio, lleno de tensiones, dispar en impulsos, es tratado sutilmente en esta muestra como imagen propiamente dicha: es la decadencia, consecuencia lógica del agotamiento de las posibilidades reales del mundo y las construcciones culturales que tenemos al alcance, la idea que más se aproxima al sensorio de nuestra época.
Bien es cierto que hemos investido este concepto de oscuros sentidos. ¿Y si asumiéramos a la decadencia como síntoma de que la sensibilidad humana ha alcanzado un estado superior, consecuencia lógica de su evolución como especie y del mundo como su entorno? ¿Y si la crisis, que habitualmente le acompaña como proceso, fuera asumida, sin miedos por el hombre, como fecundo acto de renacer? La decadencia no es sino una taxonomía, y su sentido es otra mal obrada construcción, consumida deferentemente.
Insertemos en su dramaturgia una retórica de feracidad, ingenio, y crecimiento y hagamos del hoy la víspera del siempre.
Construir es una palabra clave para comprender a cabalidad la obra de Felipe Dulzaides. Si bien es cierto que podemos generalizar sus impulsos creativos en una vocación fundamentalmente apropiacionista que ocupa momentos de la historia del arte, de la historia mundial, de la epistemología y la cultura en general en favor de un único discurso, también lo es que tal discurso tiene tras de sí una retórica puramente constructivista. Al utilizar este término se hace referencia, por un lado, al movimiento artístico de dicho nombre que se desarrolló en la primera mitad del siglo XX en gran parte de Europa y que constituye una de las variantes de la abstracción. Según los principios fundamentales de este, el arte no acude a la realidad en busca de temas, el arte construye sus propios temas, íconos y formas de modo autónomo y con una autosuficiencia semántica que trasciende a lo real. Las obras de Dulzaides participan de esta lógica creativa en cierta medida.
Por otra parte, tenemos también el llamado Constructivismo Epistemológico, corriente filosófica que a mediados del siglo XX presentó a la realidad como una construcción siempre variable, cuyos parámetros dependen de la conciencia de cada observador. De acuerdo a esta corriente es imposible obtener una imagen total de lo real tal como es. Cada sujeto, al interpelar a lo real o a algunos de sus aspectos tiende a ordenar los datos obtenidos, aunque sean percepciones básicas, en un marco teórico o mental. De este modo, ese objeto o realidad que entendemos de manera literal, no es tal, sino que resulta algo construido por nosotros, con el auxilio de la percepción y de la experiencia. El hombre solo alcanza a tener una suerte de reflejo especular de aquello que le rodea. Toda aproximación a la verdad está fuera de nuestro alcance: “Cada acto de percepción es, a cierto grado un acto de creación y cada acto de memoria es a cierto modo un acto de imaginación”[1]
Bajo esta óptica para Dulzaides cada momento de su propia vida es relevante. El accidente diario, cual momento climático de la cotidianidad, y el gesto, prosa en la que se precipita lo sucedido concebido como un gran acontecimiento, son algunas de sus claves procedimentales. Otra de sus claves es la improvisación in situ, mejor aún, ipso facto[2], como si se aprovechara de la topografía de ese terreno que la cotidianidad es, lo que guarda una estrecha relación con su pasado familiar, marcado por la música, el jazz y la impremeditación. El arte siempre presupone un ritual de transformación: la vida propia, el ego, se trasfigura en una historia compartida, para todos legible, una suerte de escenario que, si bien no está vacío pues Felipe lo habita, existe en la analogía entre lo propio y lo ajeno, en la que el artista propone al espectador que ocupe su lugar. Su experiencia, su cuerpo, su vida, constituyen un gran filtro a través del cual, las verdades traspasan para adquirir formas temporales.
Además, su retórica posee cierta carga dramática de tan controlado ímpetu que entre lo real y la ficción no se atisban dobleces o limitantes, ni siquiera reflejos. Entre uno y otro existe total comunión, y tan fina transparencia que instantáneamente asumimos las imágenes por Dulzaides construidas como espontáneas visiones. Concibe el artista a la obra de arte como un medio catártico, tanto propio, como ajeno. Según Aristóteles este proceso, propio de la tragedia griega, consiste en la facultad que tiene el teatro de redimir al hombre desde la distancia que ofrece su propia condición de espectador. El público, al ver proyectadas sus propias bajas pasiones, en otras palabras, sus conflictos diarios, en un personaje y una situación que le son levemente distantes; y al permitirse ver el castigo merecido e inevitable por el manejo inadecuado de las situaciones narradas, sin experimentarlo directamente, es impulsado a un proceso de introspección y autoconocimiento, que lo devuelve impoluto. Supongamos que en la obra de Dulzaides lo real, o sus accidentes es lo trágico, y el lugar de los personajes lo asume desde lo autorreferencial el propio artista, el cual propone al espectador colocarse en su posición para aprehender al mundo. La catarsis sería así un acto de aligeramiento que afecta la terrible carga de lo cotidiano sobre hombros comunes y mortales.
Un tema se vuelve recurrente en a lo largo de su obra: la continuidad como estado absoluto. La forma total que le ha otorgado dramatúrgicamente es la de un momento irrepetible. De esta manera maneja el asunto de las erosiones entre el pasado y el presente históricos. La continuidad como proceso disipa una energía, usada por él para ofrecer iconografía a la nostalgia, la evocación, la ausencia, y la trascendencia que un tiempo deja en el otro. Lo pasado no es más que una construcción del presente.
[1] G. M. Edelman: “The Remembered Present: A Biological Theory of Consciousness” (1989- Basic Books, New York).
[2] Recuérdese que la traducción de esta locución latina no es “instantáneamente” sino “en el hecho o por el hecho”.