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Bejarano: fuegos del eco

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No soy especialista en la producción simbólica de Agustín Bejarano. Como muchos, estudié sus pinturas en la universidad, pero nunca les dediqué un análisis detallado. Sin embargo, la breve revisión bibliográfica que llevé a cabo antes de enfrentarme a La cámara de eco (muestra que por estos días acoge el Centro Provincial de Artes Plásticas y Diseño de La Habana) me puso en contacto con una producción iconográfica que, mientras leía y observaba, se me fue revelando tan vasta como sugerente, capaz de provocarme sensaciones e ideas que no puedo convertir con facilidad en palabras, lo cual, en última instancia, constituye un reto y una satisfacción.

Eso me sucede con pocos artistas. Bejarano es uno de ellos. La razón es muy simple: yo soy narrador y él realiza cuadros que cuentan historias. La seducción que sus obras ejercen sobre mi subjetividad es, hasta cierto punto, inevitable. Sin embargo, no quiero hablar aquí sobre las piezas de corte retrospectivo incluidas en La cámara del eco. Muchos conocemos a las coquetas y a los angelotes, hemos visto las aproximaciones al pasaje bíblico de La Anunciación y esos paisajes metafísicos, embebidos por una carga filosófica y existencial que reflexiona constantemente sobre el vínculo del ser humano con su contexto pictórico y concreto-sensible, con sus semejantes y su soledad, con la realidad y la imagen. Además, reconocidas figuras de la crítica cubana, entre las que cuentan Rufo Caballero, David Mateo y Caridad Blanco, han escrito sobre dichas propuestas.

Antes bien, quiero referirme a las piezas inéditas, específicamente a Olympus IV, V y VI, pertenecientes a la serie del mismo nombre. En mi opinión, estas obras de gran formato abren las puertas de todo un universo iconográfico novedoso dentro de la poética de un artista que no deja de sorprender y sigue ocupando un lugar significativo dentro de la producción simbólica cubana contemporánea.

En Olympus IV, el artista pone a un lado los edificios modernos, cúbicos, suficientes, símbolo de modernidad y eficiencia, para inspirarse en la arquitectura grecolatina de la Antigüedad. El nuevo entorno urbano nos recuerda a las ciudades ideales, manifestaciones armónicas de las virtudes civiles y políticas, que, concebidas según los principios de la racionalidad y la simetría, representaron Andrea Mantegna, Piero della Francesca, Leon Battista Alberti y Francesco di Giorgio Martini, entre otros exponentes del Renacimiento italiano.

La ciudad reposa al borde del abismo, se yergue sobre finas columnas que amenazan con desvanecerse o caer de un momento a otro. De un extremo a otro pende una cuerda floja que recorre un solitario personaje. Es ese hombre de camisa y pantalón, tocado con un amplio sombrero, que hemos visto tantas veces en la serie Los ritos del silencio. El personaje abandona un lado de la ciudad, de rosas agrisadas, por el otro, palpitante de flores en sazón. Esto es: va en busca de la Belleza y la Perfección, del Éxito y el Reconocimiento, sin notar a caso que el perfume de los pétalos le atrae como mismo los espejismos conducen al peregrino hacia la Muerte, sin reconocer que al Olimpo solo acceden los elegidos, que cualquier intento de un simple mortal por trasponer sus puertas conducen al Castigo y al Desagravio.

Por su parte, en Olympus V, Bejarano se detiene en el mito como fundamento de la cultura. La imagen nos conduce a los ritos dionisíacos y a los misterios eleusinos, al cuerpo denudo de las bacantes y a la barca de Caronte «el Resplandeciente». El artista se detiene en la oscuridad y el secreto, la niebla y el misterio, en la locura del Laberinto y la inmanencia del Minotauro, en el bucolismo y la perfección de la morada donde habita lo numinoso. Él sabe que la noche cerrada y la piedra húmeda constituyen los sitios donde germinan los rituales y los sacrificios, donde se gesta la irreverencia y el placer. A fin de cuentas, los dioses olímpicos sufrieron las mismas pasiones, los mismos deseos y las mismas frustraciones que los simples mortales.

Esta ciudad monumental y caótica, construida con Belleza e Inteligencia, pronto habrá de sucumbir en Olympus VI, obra que nos remite directamente al mito prometeico, al robo del fuego por parte noble del titán posteriormente encadenado a la roca caucásica.

Al fuego le debemos la religión y la cultura. Le debemos la literatura, la industria, la civilidad y la familia. Los antiguos romanos rendían tributo permanente a la diosa Vesta, protectora del hogar, manteniendo un fuego encendido en la primera habitación de la casa, llamada, precisamente, vestíbulo. Sin embargo, el fuego también oscurece, sofoca y arruina. Puede arrasar incluso con lo divino; acepción que Bejarano aborda en la pieza antes mencionada.

En ella, la residencia de lo sagrado arde sin remedio. Ante nuestros ojos perecen el Orgullo y la Prepotencia, lo Celestial y lo Sacripotente. Se extinguen las plegarias, se ennegrece el mármol. Los esfuerzos del atlante por arrastrar la ciudad hacia las olas no surten efecto; de la atroz conflagración apenas logra escapar un simple mortal refugiado en su bote. Detrás, arderá el centauro y la ninfa, la diosa y el semidiós, el fasto y la civilidad, mientras nosotros, espectadores impotentes de boca seca y garganta helada, escuchamos el restallar de las banderas sobre nuestras cabezas, oímos los atroces gritos que nunca podremos olvidar, apartamos el rostro para que no nos sofoquen el calor y la ceniza. El fuego que antes propiciaba el rito y aglutinaba el mito, ahora destruye y arrasa. Pronto, solo quedarán despojos, ruinas chamuscadas por el empuje de lo incontenible, y esas deidades, esos paradigmas, si logran sobrevivir, deberán ocultarse en el fondo de aisladas cavernas, en las umbrías entrañas del bosque, donde rumiar su infortunio.

Así, con estas piezas que ven la luz por primera vez, Bejarano construye una sobrecogedora metáfora sobre el devenir de la cultura Occidental, inmersa en una profunda crisis de creatividad y espiritualidad, arrasada por el Estrépito y la Prepotencia, la Vanidad y el Egoísmo, la falsa Fe puesta a los pies de falsos dioses y falsas promesas. Estamos, pues, ante un pequeño grupo de pinturas centradas en la eclosión de la Soberbia, la pérdida de la Gloria, la destrucción de los grandes paradigmas, la ruina del Ego y la relación antinómica entre Ethos y Pathos, entre ética y destino, que, aderezados por una innegable dosis de Eros, entronca con la producción ya conocida del artista y, al mismo tiempo, marca un punto de giro.

Mas, entre las ruinas carbonizadas y los rescoldos humeantes, una vez las nubes y el tiempo aplaquen la ira, palpitará la esencia de un nuevo comienzo. Ese latido sutil, esa tenue respiración irá ganando fuerza y presencia para devolvernos a un ser humano, a un hombre, a un creador que, abrazado fuertemente a la memoria, renace, trascendental y paradójico, precisamente en virtud del fuego.


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