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Pecio para una travesía aplazada

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Harold López siempre se ha dejado fascinar por el hombre y sus circunstancias. Su obra pictórica es brote de un hondo proceso de reflexión, motivado por sus más íntimas inquietudes y consideraciones respecto a los escenarios del presente humano, la infinitud de procesos socioculturales que en la contemporaneidad se manifiestan, el futuro y su relación con el presente, y el tan controversial tema de la identidad cultural. Todo ello alcanza expresión mediante una propuesta figurativa marcada por la instantaneidad cual ritmo operante, que atraviesa diametralmente temas y conflictos propios de la pintura y de la sensibilidad del hombre.

Su más reciente serie, denominada Stand By, ha sido presentada el pasado 21 de septiembre en las salas de la Galería Villa Manuela de la UNEAC. La propuesta presentada constituye un conjunto de retratos y escenas de notable intrascendencia: no son relevantes ni la personalidad de los sujetos retratados, ni sus nombres, ni siquiera el espacio físico que les sirve de marco. Estas obras resultan distintivas por la vigorosidad que manifiesta la forma plástica, síntoma este de una agitación temperamental en inmutable estado de contención. La retórica que ha empleado el artista ha sido cocida con una insustancialidad aparente, disimulada, vértebra de cada escena. Pero todos estos rasgos ya son características asentadas de su peculiar poética. Forman parte de lo que se pudiera considerar como su impronta artística. Entonces, ¿qué diferencia a esta serie de trabajos de nueva catadura?

Stand By, nos ofrece una faceta más depurada conceptual y formalmente de la obra de Harold López, y por ello resulta síntesis de su manifiesto plástico e ideoestético, además de clara manifestación de madurez creativa: el variado conjunto de motivos esbozadas a través del suspense y la incertidumbre en producciones anteriores, se han condensado en esta serie en el cuerpo de un solo tema, la pasividad, y para este construye un marco formal muy característico, que se le ciñe como universo expresivo. No debemos olvidar que todos los empeños de este joven están adscritos a un proceder plástico, deudor de la tradición de la pintura expresionista, tanto local como internacional, así como de una corriente de pensamiento, asentada en el cinismo y la incertidumbre, que se ha hecho predominante en el ámbito de la creación artística cultural más reciente.

En la serie Discurso Fragmentado, presentada hace ahora más de un año en la galería habanera Artis 718, ya López había experimentado con la posibilidad de encerrar el sentido de sus obras en una narración unitaria, desdoblada en varios episodios/cuadros. En aquella ocasión cada pieza constituía una escena y, en su conjunto, todas edificaban un mismo escenario, como si de un espacio poliédrico se tratase. En esta ocasión, además, la alusión era a la ciudad y a su carácter de hábitat elemental de la especie humana, de constructo cultural. Este procedimiento narrativo guarda estrecha relación con las estrategias empleadas por Rocío García a lo largo de su obra, efectivo guiño intertextual respecto a la estética del comic, empleado como coartada para deconstruir los episodios más comprometedores de la cotidianidad insular.

En Stand By, Harold procede de manera semejante, aunque ahora no pretende construir desde su poética de lo fragmentario, un marco específico circunscrito a lo real. En cada cuadro el espacio sugerido es diverso. La conexión entre todos ellos se debe a la plasticidad formal, al ámbito atmosférico y al discurso que se les ajusta. Así no podemos estructurar un espacio único, cerrado, como ocurría en el ensayo urbano inscrito en Discurso Fragmentado, pero si articular una suerte de ambiente eminentemente substantivo con las fracciones que tan ávidamente nos ofrece en cada lienzo. Lo que en producciones anteriores había sido alusión al espacio simbólico del bar, de la nocturnidad, o de la ciudad, ahora se entrega como abstracción de esencias culturales. El fondo, que se resarcía entre la abstracción y la figuración sujeto a tensiones, que obedecía a la lógica de cierta perspectiva, cierto punto de mira respecto a la escena representada, ahora se ofrece abstractizado. El orden espacial ha sido sacrificado en nombre de un aliento de extrañamiento, volatilidad, fluidez, rasgos estos de una operatoria alegórica a la insularidad, a Cuba, y al peso insoslayable de habitar en este archipiélago: una salinidad vaporosa inunda el aire, como si de un aroma dionisiaco se tratase, y el horizonte hace su primera irrupción, justo a la sombra de un mediodía agudo; la insularidad con estos recursos se expresa cual estado natural e inobjetable de las cosas, orden primigenio e impostergable, hábitat.

Pero nada lastima o molesta en estos confines construidos por López. Hasta las escenas de mayor intensidad dramática ofrecen una placidez visual tal que el dolor en ellas inserto no emerge, sino como aguda pasión. En este punto, la forma plástica como substituto de la realidad, es el centro de su estratagema. Siempre recurre a la pintura, más allá de la imagen fotográfica, pues con ello puede expresar, disponer y controlar lo que el mundo en su variedad fenomenológica lleva encubierto.

Cuando un cuerpo se enfrenta a otro en lucha; cuando un rostro gira buscando el refugio de las manos, evitando la pena del espectador; cuando la carne se ofrece desnuda y desprovista, constituye manifestación del caos como principio inherente a la vida en su más puro estado. La existencia aquí está preñada de un dinamismo contenido y no de explosivo furor.

Quizás podamos trazar un paralelo entre este recurso, ya insistente en la obra de Harold López y la serena grandeza, uno de los principios de la estética griega clásica. Cierto que este concepto está muy vinculado a una visión del arte abocada a la simplicidad formal y a la armonía de figuras talladas en pulcros mármoles. Pero la expresividad contenida, el equilibrado patetismo, en resumidas cuentas, la mesura que en los gestos, cuerpos y rostros de la estatuaria clásica hallamos, tiene un correlativo en la manera en que lo humano es moldeado pictóricamente por Harold López en esta serie. No hallaremos un gesto de conmoción o de dolor que la forma plástica no dosifique en una extraña, pero noble circunspección: el héroe funda su virtud en un acto interior de resistencia a las adversidades, a sus más oscuros pesares, a sus reacciones e instintos, a su cotidianidad. Y ello se percibe en el estado de armonía que la forma plástica le ciñe a cada escena. Pero ello no es síntoma de estoicismo, sino más bien, de escepticismo y resignación.

Ha empleado en esta serie de trabajos dos conceptos diferentes, incluso contradictorios. Por una parte, el letargo que condena con sus cadenciosos ritmos a la cotidianidad en esta isla. Ello es tratado, no ya como lógica o como conflicto central, sino más bien, como estado natural del individuo y del entorno. Nótense las suaves y extendidas curvas que constituyen el paisaje del fondo en Buscando en la distancia. Así el ambiente se carga de una parsimonia casi sonora. Y el cuerpo expectante de la joven que vacila al horizonte se deja estremecer por tan intenso fluir, sucumbiendo en una inercia irreversible. Por otra parte, acude a la vitalidad, cual síntoma del latido humano y de la efervescencia de su condición. Ello es tratado a través de una pincelada célere, de amplios barridos, aunque fragmentaria, y por ello se muestra sustanciosa, nutrida, vigorosa. La potencia de las formas aquí es ardor y quebranto. El afectado ser que en Tanto pasado no me deja ver el futuro, evade nuestra mirada, está constituido como pujante enjambre de moléculas. Su carne se muestra endeble a las fuerzas del ambiente que le circunda. Entre el letargo y la vitalidad, así como entre el cuerpo y el espacio, se establece una lógica de ataque. El letargo recorre el espacio del lienzo como si de una corriente de aire ingobernable se tratase, en bandadas de pintura. La vitalidad es su eco manifiesto en la vulnerabilidad de la carne, del hombre y su conciencia, puesto que aquel lo atraviesa modificando su sustancialidad, en golpe constante, en agitación perenne. La humanidad que ha construido Harold López se ofrece prendida en un estado de excitación intenso e irresoluto, pendiente de un agobio inexplicable. Estas son las bases conceptuales del patetismo de su poética plástica.

Además de ello, alude conceptualmente en su retórica a la celeridad, característica fundamental de nuestro presente. Ello justifica su insistente recurrencia a la fotografía como herramienta de aprehensión, y bastimento para sus imágenes. En la mayoría de las ocasiones capta escenas espontáneas, en otras, se lanza a la construcción de situaciones, determinadas por un aliento performático aún incipiente. Todo ello alcanza síntesis en el tratamiento de las actitudes de los personajes implicados, en las características del encuadre y el carácter de narración en potencia que distingue a cada una de sus escenas, además del empleo tan palpitante que hace del material pictórico.

Desde el punto de vista plástico Harold siempre ha apostado por los matices puros complementarios dispuestos de manera contrastada, lo que provoca en sus imágenes un efecto de estridencia notable. A la vez, gusta del trabajo con la espátula, de la convulsión que suscita en el ojo la pasta cromática aplicada en torrente, en impulso, en gestación. Todo en estos lindes es color, nunca empleará el negro o el blanco. Las sombras, el movimiento y las texturas, son logradas por este medio. A lo largo de la actual serie lo ha matizado levemente, controlando así su luminiscencia, propiciando un sólido efecto de armonía tonal. Predomina el empleo del amarillo y del siena, incluso de algún que otro rojo quemado, dispuestos en amplias zonas de la composición como detonantes de la atmósfera plástica del conjunto.

Estas zonas cromáticas en la mayoría de los casos no son planas, puesto que bajo sus pieles afloran suspicaces manchas de algún matiz que complemente su tonalidad, evaporándole y, consecuentemente, movilizándole. De esta manera Harold evita la densidad plana, típica de la gráfica y del diseño de historietas. Como resultado queda, más que la combinación de un matiz con otro, un efecto visual atmosférico. Además, la materia plástica adquiere una suerte de volumetría /carente, por supuesto de textura o estereometría/ relativa al cuerpo del color, y a la profundidad del campo, como si así quedara renovada su carnalidad, su substancia.

Así es configurado el espacio en la composición de la obra, totalmente ajeno a las leyes naturalistas de la perspectiva del Renacimiento, acorde a un sentido de fluidez eminentemente abstracto, expresión de un quebradizo estado de sosiego. Todo ello es parte del impulso abstraccionista que siempre ha latido tras la mano de este joven artista: si bien la figuración y la referencia a la realidad para él son indispensables, lo es también la forma plástica y su autonomía expresiva e instrumental.

En la configuración de los fondos en algunos casos hallamos una suerte de complementariedad cromática terciaria, como por ejemplo en el díptico Otro día sin noticias. En otros momentos estaremos en presencia de una complementariedad por degradación como en Arenas movedizas, por ejemplo, en la cual los matices comprometidos, aplicados en pinceladas entrecortadas, se cruzan en algunas zonas, en una especie de transición. Así la delimitación de las franjas, y con ello, la regularidad del espacio construido, desaparece para dar paso a un torbellino, metáfora plástica para un fugaz instante del tiempo.

Las formas, hasta en los casos en que deben obedecer al rigor de una línea, se presentan moldeables, curvadas, acuosas. Los tonos empleados son aleatorios y esgrimen la lógica aparente que emula a la naturaleza o a la realidad: para Harold el color no responde al dictado de lo aparente, sino más bien, al de la lógica discursiva construida. De esta manera la insularidad, así como el mar en permanente estado de acecho, ha sido reducido aquí al efecto cromático general: a luminosidad, a ambientación, a entorno, evitando el subterfugio iconográfico y la paranomasia, ya saturados.

Los elementos de cada cuadro están sintonizados en una perfecta armonía. El equilibrio de los tonos fríos y cálidos produce una agradable sensación de sosiego e imprimen a la escena una frescura, una limpidez ligeramente excesiva. Es como si a través de ello Harold intentara, además de generar cierta tensión emotiva, insertarle un estado inquebrantable de salud a cada escena y a cada personaje, eufemismo para el estado de perturbación emocional que estos sostienen con sus silencios. Todo ello se asienta en una imagen distintiva por su pureza y nitidez.

El aliento pop que siempre ha signado su empeño creativo y su postura estética ahora ofrece una perspectiva más resuelta, menos trágica, de los asuntos contingentes de los hombres: el ser que habita el universo plástico construido a lo largo de esta serie no ha sido privado de su esencia y sustancia, sino que se ha sido transformado en texto de rigor pictórico.

A través del despliegue de los medios plásticos en Stand By se consigue la anulación del mundo, y su resarcimiento, en un cosmos nuevo. Estos cuadros, ni siquiera cuando alcanzan un alto grado de intensidad formal, son abstractos. Todos ellos toman como base la realidad sobre la que posteriormente se extiende el color, y más específicamente la pasta, el material cromático en sí, (re)apuntando de esta manera a un giro en la concepción de la pintura, como instrumento de expresión del artista. Harold nos presenta un fragmento de la realidad y, al mismo tiempo, su interpretación personal mediante el color y la composición.

Stand By resulta ensayo sobre la frugalidad de la existencia; sobre la holganza y el mal hábito que genera en nosotros, los hombres, la oratoria de la dificultad; sobre el hastío y la esterilidad. Y la magnificencia de todo ello, parte inseparable de nuestra existencia

En Cien años de soledad Gabriel García Márquez nos ha legado una escena, definitoria en temas de identidad y de autoctonía. El episodio narra el itinerario del viaje emprendido por un grupo de hombres, patriarcas de toda una raza, en busca de los confines geográficos de sus tierras. Estos seres, hastiados de habitar un espacio ajeno a la lógica acechante del mundo que debía, por suposición, rodearles, se lanzaron a la búsqueda de una ruta de salida, más que de regreso. El viaje por ellos emprendido está estrechamente relacionado con la serie de éxodos que, de una cultura a otra, de una religión a otra, legitima en cada caso el derecho a la trascendencia del hombre y de su cultura en la historia del mundo. Está, además, preñado de escenas fabulosas, nutrido por la potencia mística de paisajes coercitivos en extremo aplastantes, de tal suerte que constituye una peregrinación hacia la esencia constitutiva de lo humano, un proceso de depuración donde la razón pierde todas sus malogradas extremidades, un rito de iniciación.

Al final de tan magnífico éxodo, luego de que cada viajante sondeara los bordes de su propia inconsciencia, ocurre un hallazgo insólito. Prendidos en fascinación los viajantes vieron, “(…) rodeado de helecho y palmeras, blanco y polvoriento en la silenciosa luz de la mañana, un enorme galeón español (…)”. Nos cuenta Márquez que de la arboladura intacta de aquel animal maldito colgaban las piltrafas escuálidas del velamen, entre jarcias adornadas de orquídeas. Su casco, cubierto con una tersa coraza de rémora petrificada y musgo tierno, estaba firmemente enclavado en un suelo de piedras, y en su interior crecía un apretado bosque de flores. “Toda la estructura parecía ocupar un ámbito propio, un espacio de soledad y de olvido, vedado a los vicios del tiempo (…)”.

Queda así descrito, en otras palabras, el mágico descubrimiento de un pecio. Y con ello, es desvelada a los expedicionarios y al lector una verdad oculta por el favor de la alegoría: ese cuerpo ajado es signo manifiesto de la ausencia del mar, de su desaparición, o de su olvido por parte de los hombres. Estamos ante un pecio cuando descubrimos el cuerpo yacente de un artefacto o nave que, herido por un accidente, un naufragio o una catástrofe natural, como también por el abandono, el descuido, la negligencia, o el olvido, se resiste a la desintegración. El vocablo, traducido del latín bajo, significa “fragmento o pieza rota”. Y en la obra de Márquez funciona como memorándum de lo que los viajantes, por la acción de la ingravidez, han logrado ser.

Aterrizando en nuestro contexto local, la sublimidad de los pecios de nuestra propia cultura ha sido un tema harto recorrido por el arte y el pensamiento contemporáneo. Muchas son las ocasiones en las cuales la nostalgia ha motivado el regodeo poético/imaginario correspondiente. En no pocas, el cinismo ha estado presente también. Y una pléyade de artefactos, panteón glorioso de nuestra propia obsolescencia, ha cobrado bríos en imágenes, en experiencias, en objetos.

Ahora nos propone Harold López la colocación del cuerpo, aún vivo, del hombre, en calidad de pecio.  Y como en el magnífico relato de Gabriel García Márquez, en Stand By, el hombre denota su propia decadencia, preñado de luz y vitalidad. Pero aquí no hay dolor, solo placidez. Y es la forma plástica su signo. Nos hemos adaptado a esperar y a planear, sin alzar el vuelo. A contener nuestros impulsos creativos en el orden social. Y en la costumbre va injerto un cierto disfrute, devenido en idiosincrasia. El hombre, con todo el peso de su cuerpo, es el pecio de la travesía de su propia conciencia por el mundo.

Harold López ha transformado sus sensaciones más profundas en pintura, ha reducido a la figura humana y al paisaje a lo esencial, desproveyéndolos de todo detalle superficial; ha subordinado a la forma al costo de la deformación, a sus necesidades expresivas, y a revelar la realidad oculta bajo la superficie de las cosas.


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