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Gustavo Pérez Monzón: La vida en un dos por tres

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A través de los años se ha hablado de ti como un mito, alguien que abandonó su carrera artística para dedicarse –como algunos han mencionado- a la carrera de la vida. Este “desánimo” artístico, por llamarlo de alguna manera, sobrevino precisamente en el momento de mayor plenitud creadora cuando contabas con una producción extensa y sumamente reconocida. Muchos han sido los motivos que se han manejado acerca de tu salida del escenario plástico cubano. ¿Puedes decirnos realmente qué te motivó a tomar esa decisión?

Mi amigo Leandro Soto sostuvo durante mucho tiempo que en mi viaje a la Bienal de París había dejado el “cuerpo de ensueño” atrapado en algún lugar y eso manifestaba mi desapasionamiento por el mundo de la creación artística. Otros creen encontrar en mi confrontación con la obra de Sol Lewitt la causa de este alejamiento, en un período en que posiblemente me encontraba en un buen momento creativo. Por supuesto que las confrontaciones siempre afectan. Ver originales, por primera vez, de Sol Lewitt y de muchos otros artistas, a los cuales uno admiraba, resultó conmovedor, pero no creo que sea suficiente para dejar de hacer obra.

 

¿Puedes describir el contexto artístico-pedagógico en el cual te desarrollaste?

Desde los once y hasta los diecinueve años estuve en internados aprendiendo arte. Ese tiempo de estudiante, más que todo, me enseñó a ser independiente, a desarrollar vínculos sociales y a relacionarme con personas afines. A pesar de la tragedia que se vive en los espacios cerrados de los internados, aprendí a tener una historia propia y una pasión sostenida por el arte. Todos esos años significaron interminables esfuerzos de aprendizaje sobre la creencia picassiana de que primero era necesario “aprender”, para luego iniciar un camino propio, precisamente negando lo aprendido. Mis maestros de escuela provenían de la herencia de Servando Cabrera Moreno y en cierta medida también de una narrativa menos figurativa aportada por Antonia Eiriz y el grupo de Los Once. Como debe haber sucedido en otras partes del mundo, mi generación estaba muy enfocada en el cine, la música y los libros. Me gustaba leer sobre arte, filosofía y temas esotéricos. Aunque en aquel tiempo era difícil buenos libros publicados fuera de Cuba, por nuestras manos circularon muchos títulos interesantes. Leíamos mucho y estábamos al tanto de las novedades. Una mezcla de antropología, arqueología, pensamiento político, mística y ocultismo expandieron nuestras mentes en lo privado. Los libros de Carlos Castaneda, La rama dorada de Frazer, el arte latinoamericano, lo afrocubano, la idea de revolución, el pensamiento de José Martí y Bolívar así como las ideas esotéricas, las lecturas de Tarot y todo lo relacionado con el arte povera, el arte tierra, el conceptualismo y el minimalismo matizaron aquellos días de encuentros.

 

La abstracción en Cuba tuvo su mayor representación durante los años 50 del pasado siglo, pero con el triunfo de la revolución cubana en enero de 1959, se afirmó la búsqueda de una expresión plástica asentada en lo coyuntural. ¿Por qué elegiste la abstracción y no te dejaste seducir por esa corriente figurativa?

Al inicio estuve, como muchos, probando varios caminos. La espiritualidad en la obra de Rothko, su ausencia de narrativa, y posteriormente, las pequeñas obras de Raúl Milián, me inspiraron profundamente. En lo particular, me apasionaba todo lo de Rothko, pero yo creo que ese interés llegó a través de Milián. Luna llena, mi primera exposición, con Ricardo Rodríguez Brey, estaba impregnada del espíritu de su obra. Aunque estas piezas las realicé con papel plateado, mucho de ese “sufrimiento”, que resulta evidente cuando las vemos, se lo deben a Milián. También la manera en que ellas están delimitadas, cómo trabajé la tinta y el acabado de sus bordes, las conecta directamente con la estética de Milián.

 

El arte conceptual de los años 60 y principios de los 70, contribuyó en gran medida al desarrollo de tu obra. ¿Cuáles fueron los artistas que influyeron en ella?

Hubo muchas y diversas influencias. Principalmente, movimientos como el art povera, el land art y el minimalismo. Artistas como Richard Long, Carl André, Sol Lewitt, fueron importantes referentes para mi trabajo. La propuesta de que todos los materiales son materiales del arte llamó poderosamente mi atención, así como el replanteo de los soportes artísticos y, sobre todo, el componente intelectual que introdujo el conceptualismo en el arte.

 

Con la exposición Volumen Uno en 1981 se dio a conocer un primer grupo de artistas que incorporó nuevos imaginarios para el arte en Cuba. Nombres como Juan Francisco Elso, Ricardo Brey, Flavio Garciandía, José Bedia, Rubén Torres Llorca, José Manuel Fors, Tomás Sánchez, Leandro Soto, y el tuyo, marcaron una manera diferente de ver y hacer el arte. Según la crítica especializada, Volumen Uno definió el nacimiento del nuevo arte cubano. ¿Cómo protagonista activo de aquellos acontecimientos, qué sientes cuando recuerdas esa etapa?

La exposición Volumen Uno fue significativa por el contexto, por lo que planteaba, por lo cansados que estábamos todos del tipo de obra que se hacía hasta ese momento y por las nuevas direcciones que abrió. En el contexto de la muestra se suscitó un encuentro con el público y algunos artistas de otras generaciones se quejaron de poca seriedad en nuestra propuesta. La supuesta falta de formalidad o sensatez se debía a que, por ejemplo, yo había improvisado unos dibujos en el piso, hechos con tape. Por otro lado, conjuntamente con Bedia, redibujamos la escalera de tijeras que usamos en la exposición y la instalamos en una pared, integrándola al montaje. Colocamos, también, en el techo, unas nubes, que hicimos con algodón, que habíamos comprado en la farmacia de enfrente de la galería. Disfrutábamos la ligereza. Si bien, existieron otras exposiciones igualmente importantes en ese período, la que trascendió fue Volumen Uno por sus confrontaciones contextuales. Aunque local, Volumen Uno fue un fenómeno de discusión artística y estética.

 

Observando algunas de las fotografías donde apareces compartiendo con artistas de tu generación, podemos pensar que existía una fuerte ética de la amistad entre ustedes. ¿Estos encuentros eran puramente festivos? ¿Continúas cultivando esa relación con algunos de estos artistas?

Nuestra generación se nutrió de su diversidad. Tal vez ese fue su rasgo más fuerte y distintivo. Modernistas, como fuimos, cada uno espontáneamente se definió en direcciones diferentes y, en un principio, esa diversidad tolerada permeaba al grupo y permitía que viviéramos un espacio protegido de crecimiento en medio de un ambiente social estrecho. Juntos pudimos entusiasmarnos y planear eventos y exposiciones: el Festival de la pieza corta (1980), Volumen Uno (1981) y Sano y sabroso (1981), encuentros y fiestas de mucha animación. El Festival de la pieza corta, del cual poco se ha hablado, fue el nombre que le dimos a un evento que realizamos en una casa en La Veneciana, un reparto al final de las playas del Este de La Habana. Decidimos denominarlo así, porque en aquel tiempo no queríamos hablar de performance y, en consonancia con nuestra intención, Leandro sugirió utilizar el término de acción plástica. Fueron tiempos divertidos, de mucha cercanía, y la pasábamos muy bien juntos. Pasados unos años, ya no fue así. Después de Sano y Sabroso, nada fue igual. Intentamos planear una segunda versión de Volumen Uno, pero no fue posible. Ya estábamos, tal vez, demasiado centrados en nuestras diferencias, como para poder juntarnos emocionalmente.


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