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¡VIVA LA ACADEMIA! (II)

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Para la cultura y el arte cubanos, el cambio de siglo no significó un asunto cronológico, sino un cambio de estatus: de colonia a República, y esto es medular, máxime cuando sabemos que aquella no era la república martiana, con todos y para el bien de todos, sino para el bien de unos pocos generales y doctores constituidos en grupo de poder, una sociedad clasista liderada por una burguesía nacional que tenía más de burguesa que de nacional, y que estaba plegada a los intereses de las potencias extranjeras, en especial de los EU que tenían la urgencia de poner remedio al anexionismo frustrado por la victoria del independentismo, y desde donde se emitían enmiendas y dictámenes que nos sojuzgaban económica y políticamente, y desde donde se importaban, de forma creciente, los modelos que nos neocolonizaban culturalmente.

Pero, como bien advierte el sociólogo cultural Pierre Bourdieu, en toda investigación hay que precisar “desde dónde se ve lo que se ve”. Y en este sentido, todos los críticos referidos, y por referir, están mirando desde la posición más avanzada, sirviendo de soporte y vocero de la causa de los nuevos, de los rupturistas. Pienso que, en nuestro caso, la crítica nihilista no está dada por una vocación iconoclasta per se ni esnobista, sino que esta postura crítica, aunque en algunas ocasiones nos parezca excesivamente vertical o falta de imprescindibles matices, era lo que necesitaba el país, no en términos artísticos, sino en términos políticos. Porque nuestra vanguardia, en última instancia, era, y es, integral, no mira sólo el lado artístico, no escribió nunca programas como los dadaístas o los surrealistas para cambiar los destinos del arte, sino que actuó, consecuentemente, para cambiar los destinos de la historia del país.

Arte y política eran, entre nosotros, dos componentes de una misma estrategia y donde las acciones de cambio sucedían a la vez, no una primero y la otra después, aunque mi muy querido profesor de Estética en la UH, José Antonio Portuondo, a propósito del impacto de la abstracción protagonizada por los Once en los 50, consideró que para cambiar las rutas del arte, primero había que cambiar las rutas de la historia. (Portuondo, 1963:16) Volviendo a mi estimación sobre la naturaleza holística de nuestra vanguardia, observemos que la acción vanguardista detonadora, la Protesta de los 13, fue liderada por un poeta, Rubén Martínez Villena, pero no para protestar por la poesía, sino contra la corrupción del país.

Tal como Barros hizo con los caricaturistas, Guy Pérez aupó la generación de Víctor Manuel para luego sincronizar con los más nuevos, Mariano y Portocarrero, nueva trinchera desde donde percibió la necesidad de superar el “victormanuelismo”, una suerte de academización de aquella primera experiencia vanguardista, algo parecido a lo que antes explicaba que sucedió con los seguidores de David.

También nuestros artistas y críticos más recientes han adoptado en ocasiones esa posición y actitud “mortal” con lo que lo antecedió, como lo hicieron los abstractos con las generaciones anteriores, como hizo Gerardo Mosquera desde los 80 hacia los 70, como hicieron los segundos 80 contra los primeros 80, como lo hizo José Eligio Fernández (Tonel), el historiador de arte, con Menocal y, por extensión, con la generación de los mal llamados “académicos”. Dijo: “El triunfo de Menocal es el triunfo de las recetas académicas – mayormente importadas de Italia o Francia como arte oficial de una República a medias. Por cinismo o por incapacidad, o por ambas cosas, los artistas académicos inventan una imagen de espejismo para su circunstancia histórica: visten de blanco almidonado y polainas a los insurrectos descamisados y descalzos; cubren el fango y la sangre de la guerra con césped podado y nubes rosaditas; sustituyen al clarín mambí por arcángeles con trompetas…” (Fernández, 1992: 4).

Ciertamente, hay que ubicarse en el lugar de aquellos artistas, que no creo que fueran cínicos ni incapaces, y para eso no basta con la biografía, sino que es más importante conocer su obra y evaluar cómo era la situación del campo artístico, es decir, el sistema del arte donde estaban insertados en ese período de cambio de estatus de colonia a república.

Dice Barros: “Aquella aristocracia- refiriéndose a los patriarcas coloniales-, desaparece o se disgrega. En la nueva existencia – republicana- el hombre olvida linaje y quiere ser, antes que gran título, millonario. Plutocracia en vez de aristocracia. El artista es, en medio de todo esto, un fantoche. La nueva sociedad, improvisada en pocos años, sabe menos de arte que la sociedad colonial. Ama lo que deslumbra: palacios enormes, joyas, estatuas no importa de quién, con tal de que sean grandes. Le impresiona lo colosal. Piensa, de buena fe, que todo esto es refinamiento”. (Barros, 2008: 200). Y en sus comentarios al Salón de Bellas Artes de 1918 opina: “esta improvisada aristocracia sin más título que el dinero ni más cultura estética que la obtenida en rápidos viajes de vanidad y veraneo, desdeñaba al artista y confundía, en soberbias residencias, estilos divergentes y cuadros mediocres de anónimos pintores”.

El crítico nos ha expuesto, a la vez, un panorama y una síntesis de la psicología sociocultural del grupo dominante. Y no es que deseche la pintura o la escultura que se hace en ese momento, señala Bermúdez sobre Barros, sino que “no le ve posibilidades reales o inmediatas de trascender el ya anulador academicismo que las lastra. Además, comprende que no hay un mercado para el arte nacional, ni siquiera una clientela entre los “nuevos ricos” que, formada en las tendencias de la visualidad de avanzada, estimule a los artistas a hacerse sobre la base de la autenticidad y lo inédito”. (Bermúdez, 2008:18).  Su análisis es objetivo, como también lo es cuando encuentra en la caricatura el “deber ser” del arte cubano en ese momento. Es decir, la perspectiva del juicio, entonces y después, será la de la generación vanguardista de turno.

Los propósitos de la generación de los 20 -30 se leen en el primer número de la Revista de Avance: “Queremos movimiento, cambio, avance”, lo que se traducía en “queremos un arte nacional”. Para patentizar esto se realizó la primera exposición colectiva de la vanguardia auspiciada por Avance, 1927 Arte Nuevo: nuevo por sus recursos técnicos expresivos, no vistos antes en Cuba, y donde se denota una de las más arraigadas prácticas del artista cubano: la apropiación; nuevo por sus temas: el guajiro, la rumba, los lugares cotidianos, el hombre y la mujer ordinarios, el obrero, la sensualidad; y nuevo por la postura crítica, no ya artística, sino frente a los problemas sociales del cubano, como en Campesinos felices, de Carlos Enríquez, o Paisaje cubano, de Marcelo Pogolotti.

Pero volvamos al estado del arte, donde, según Barros, el artista era un fantoche ante una clientela improvisada y desconocedora, sin mercado, sin coleccionismo. Una época en la que, según Loló, “no pocos de los dirigentes y hombres influyentes insistían en que la época era de reorganización, no de arte.” (Torriente, 1982: 100). También Jesús Castellanos, otro de nuestros críticos proclives al cambio y que libraba una importante batalla a favor de la producción de un arte nacional, se lamenta de esta situación y la refiere de la manera siguiente, donde, con una paradoja usual en el espíritu moderno, añora la época virtuosa de otros tiempos: “…nuestro país ofrece hoy el más desconsolador alarde de utilitarismo mezquino y desamor a cuanto signifique reflexión, arte puro, poesía y noble ocio en el sentido fecundo que encontraba expresión entre los antiguos” (Castellanos en Torriente, 1983: 98). La situación del campo artístico no cambia mucho en los siguientes años, como deja ver Armando Maribona en un número de la revista Graphos de 1934: “Se suceden las exposiciones a pesar de la indiferencia de las clases más pudientes, las cuales no sólo no adquieres obras, sino que no asisten a las exposiciones. Los artistas se obstinan en producir y exhibir, valga decir, se empeñan en soñar. Mientras el gran público extiende las antenas de su atención para recibir la noticia del último crimen, del último cambio político, del último evento deportivo… a todo ello se suma la prensa y la radio.”

Entonces, si era difícil la sobrevivencia con un arte conservador, cuánto más difícil era dar el salto, para hacer el cambio. Para esto estará la vanguardia, pero no los modernos. Entonces es cierto que el éxito, encargos y reconocimientos, condicionaron la expresión del potencial renovador de Menocal, que le restó vigencia y carácter nacional a la obra artística (Torriente, 1983:108); pero no por ello deja de ser un gran pintor que, además, inició el movimiento de modernización de la pintura cubana desde que pintó y luego exhibió en el vestíbulo del teatro Tacón su cuadro Embarque de Colón por Bobadilla, de 1893, sobre el cual los conocedores de entonces discutían sobre si la pintura nos hacía mirar a lo alto para observar la luz que venía de arriba, o si en verdad se sentía la luz quemándoles la piel.

Por su apego a la veracidad histórica y su honestidad como artista, no retiró las cadenas en los pies del Almirante, lo cual provocó que las autoridades españolas censuraran la participación de la obra en una muestra hemisférica. Fue el único de los profesores de San Alejandro que se incorporó a la Guerra de independencia de 1895, al servicio de Máximo Gómez, y allí pintó, o dejó en bocetos, algunos de los testimonios pictóricos más importantes de la guerra. Luego, en la paz republicana y con los honores del mambí victorioso, retornaba a sus labores como profesor en la Academia y recibió encargos mayores como la decoración del Palacio Presidencial o del Aula Magna de la Universidad de La Habana. En estas pinturas sí caben observaciones como las de Tonel; pero hay que tener en cuenta que, una vez terminada la guerra, la República demandaba un nuevo programa pictórico, uno que significara el triunfo cubano, sus nuevos símbolos, que mirara hacia la prosperidad y el progreso, dos pilares de la sociedad ideal burguesa, que entonces era, o aspiraba a ser, la nuestra. Su óleo Muerte de Maceo, tan admirado entonces, le pareció a Barros falta de espíritu, “épico sin aliento”, representante de un “romanticismo infecundo”.

Sin embargo, hay que mirar los paisajes de Menocal, con los que “quiso apresar el alma nacional” y que “lo redimen de cuanto desacertado pudo haber hecho” (Torriente, 1982: 128). Fue con uno de estos, Amanecer del sitio, que obtuvo el Premio Nacional de Pintura en el primer concurso convocado por la Academia de San Alejandro en el curso 1911-1912, para premiar “al mejor óleo sobre asunto rural con lugares y tipos cubanos”. ¿Acaso esto, de algún modo, no era hacer “arte nacional”, pintar lugares y tipos cubanos, con el lenguaje y recursos expresivos que estaban marcando la modernización pictórica en el país? (…)

NOTA: Conferencia impartida como parte del programa del Salón Provincial de Artes Visuales de Santa Clara, diciembre de 2017.


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