En el mes de enero de 2018 celebramos el bicentenario de nuestra primera Escuela de Dibujo y Pintura, luego llamada San Alejandro. Nacida en el patio del convento de San Agustín en la capital de la isla, en condición precaria, pero con expectativas iluministas, sobrevivió durante años en locales estrechos y sombríos en la calle Dragones padeciendo el abandono oficial, y desplegó una trayectoria encomiable como formadora de varias generaciones de sobresalientes artistas.
No caben dudas de que con la Academia de Bellas Artes San Alejandro se propició un importante cambio en el estatuto y los destinos de las artes plásticas en Cuba, a pesar de los reproches justificados que pueden hacerse cuando en su acta fundacional del 17 de noviembre de 1817, suscrita por la Sociedad Económica de Amigos del País, se advertía la necesidad de redactar un reglamento mediante el cual se “precaven todos los inconvenientes que pudieran arribar de la libre admisión de los alumnos, los cuales deberán ser siempre blancos, de padres conocidos, de buena educación y costumbres”. (Peramo, 2008: 17) Recordemos que Vicente Escobar, “nuestro primer primitivo”, como lo calificara el crítico Bernardo G. Barros, no fue admitido en el claustro de San Alejandro, porque, a pesar de sus reconocimientos y estudios académicos por Europa, especialmente en San Fernando de Madrid, seguía siendo mestizo. Este proyecto fundacional planteaba “blanquear la pintura”, que, para estos hombres ilustrados, había estado, de forma casi exclusiva, en manos de negros y mestizos; de modo que para que no siguiera siendo “oficio de negros” y fuera dignificada como Bella Arte, había que comenzar por “blanquear” la academia desde su génesis. El propio Barros, destacado analista del nacimiento de nuestra vanguardia, todavía a principios del siglo XX reconoce, como un importante legado del primer director de la academia, el francés J.B. Vermay, que a su muerte este artista ya había logrado que las artes no fueran patrimonio exclusivo de las gentes de color. (Barros, 2008: 200).
Pero teníamos Academia, la segunda de Hispanoamérica después de San Carlos de México; teníamos una institución creada para una sociedad que, inspirada por los criollos con conciencia de sí, aspiraba a la modernidad, a pesar de su condición de colonia. Podemos incluso formular la hipótesis de que aquellas bases discriminatorias, no sólo racial sino clasista, sobre las que se sustentaba la nueva institución, cercenaron la continuidad y el desarrollo del componente vernáculo que, de manera más evidente o velada, aportaban los pintores populares, precursores del oficio de pintar desde el siglo XVIII, y que, cumpliendo encargos de vecinos y comerciantes, habían embadurnado los muros de la ciudad habanera “de la forma más alegre”, como observara el eminente crítico Guy Pérez Cisneros. Pero estas pinturas anónimas y espontáneas, también presentes en las iglesias, fueron consideradas “mamarrachos” por la cruzada ilustrada emprendida por el Obispo de Espada contra lo barroco o lo gótico, por ser expresiones atrasadas o incivilizadas, podría decirse además que populares, sin restar por ello mérito a otras importantes obras estimuladas por el ilustre prelado, y muchas fueron tapadas o arrojadas al fuego.
A pesar de este prejuicioso y escabroso inicio, cierto es que sin San Alejandro no hubiéramos logrado el crecimiento artístico alcanzado, tanto en número y calidad de la producción artística como en la de la enseñanza, en apenas 80 años, contados desde su fundación hasta el término del coloniaje. De esa matriz surgió la academia de Santiago de Cuba, con el inigualable retratista Federico Martínez, la oportuna percepción realista de José Joaquín Tejada que tanto admiró José Martí en su Lista de Lotería, y el inquieto espíritu romántico y experimental de Guillermo Collazo, que con obras como La siesta y Patio bastan para colocarlo en la avanzada de una propuesta de color local que superaría los paisajes de Chartrand, cubanos por el tema, pero nublados por el espíritu francés.
En San Alejandro obró sabiamente el primer director cubano que tuvo la academia luego de 60 años de fundada, Miguel Melero, posición lograda por concurso de oposición gracias a su talento, pero también, a la Paz del Zanjón, y sin dejar de entender que ese importante cargo sólo era posible con un Rapto de Dejanira por el centauro Nesos. Al nuevo director suelen reconocerle tres iniciativas en la dirección de la Academia: la instalación de lámparas de gas, el uso de modelos vivos y la admisión de mujeres como estudiantes, aunque en esta última, como ya señalé una vez, se trata de una “iniciativa compartida”, porque fueron tres mujeres las que promovieron esta admisión: Marta Valdés, Elisa Visino y María Luisa Cacho. (Peramo: 2008). Alumna de Melero, en su formación inicial, fue Juana Borrero, sin dudas la más prodigiosa artista de la pintura cubana del XIX. Pero quizás más importante que estas notables acciones, está el hecho de que Melero abrió las puertas de la Academia al Romanticismo, con la cátedra de paisaje inaugurada por Valentín Sanz-Carta, canario “cubanizado” que, a diferencia del matancero, había descubierto la luz de nuestra naturaleza, develamiento este que conectaba nuestra pintura con el sentimiento liberador originario de la corriente ideo-estética del romanticismo y que, en el caso cubano, se ligaba a lo identitario y al ideal de independencia de la isla. Los estudiantes alejandrinos también protestaron enérgicamente ante el despótico Capitán General Miguel de Tacón por la deportación dictada en contra del ilustre patriota José Antonio Saco.
En San Alejandro se iniciaron o se formaron los maestros de nuestra pintura y escultura del XIX como también los primeros del siglo XX, que no sólo hicieron su arte, sino que, ya en la República, fueron maestros y fundadores de nuevas academias provinciales, locales a veces, que abrieron la oportunidad y ofrecieron el conocimiento del oficio, y animaron el espíritu artístico de nuevos talentos potenciales que se encontraban diseminados por todo el país. De ahí emergieron no pocos de nuestros primeros vanguardistas y hasta emblemáticos hacedores de épocas recientes. Y ahí sigue su obra la Academia San Alejandro, con sus 200 años de historia fecunda, esa que no debemos olvidar ni menospreciar, aunque la crítica haya sido en ocasiones feroz con su “atraso pedagógico” y su dirección estética trasnochada, y se haya empleado peyorativamente el término “academia”, cuando lo nocivo es realmente el “academicismo”.
Y me detengo en esta distinción, para lo cual voy a los orígenes del conflicto: a Jaques Louis David y sus seguidores. Veamos el Juramento de los Horacios. Pintado en 1785, cuatro años antes de que estallara la Revolución francesa, acontecimiento que marca definitivamente la entrada de Occidente a la Modernidad, y observemos en él lo que vieron sus contemporáneos: un grito de combate. El contraste y la novedad estaban dados porque mientras que sus colegas pintaban ruinas de la Antigüedad, con un interés semejante al de una postal turística, David descubrió la fuerza ética que yacía bajo aquella superficie: las ideas patrióticas de los antiguos romanos republicanos, su fidelidad a la patria, su honor republicano, su espíritu de sacrificio. Era un nuevo clasicismo, entendido como una relectura de valores de un pasado que el artista refuncionalizaba para el presente. Y eso era lo que necesitaba Francia para derrocar a Luis XVI.
Ese fue el mensaje de sus propuestas siguientes, hasta que con La muerte de Marat alcanzó el sumun de su patriotismo estético cuando, al plantear su batalla contra la grandilocuencia barroca y la sofisticación rococó, representativas en suma del “Viejo Régimen”, abandonaba finalmente la alegoría anclada en el pasado heroico para trabajar temas de la historia presente, del héroe de carne y hueso que protagonizaba la revolución.
Como bien advierte Arnold Hauser: el neoclasicismo no lo inventó la Revolución francesa, sino que se sirvió de él; quiere decir, que convirtió a David y su pintura, en el pintor y la pintura de la Revolución con una marcada finalidad de propaganda política. Ya instalado por la Asamblea al frente de la que fuera Academia Real, convertida ahora en Republicana, todos sus discípulos quieren pintar como él, es decir, querían pintar como David, que era lo mismo que pintar como se pinta en la Academia, porque eso era lo innovador, lo actual, lo moderno. Lamentablemente, no todos tenían el mismo espíritu revolucionario del Maestro, ese que le permitió cambiar su pintura cuando las circunstancias históricas reclamaron el cambio (sino cómo se entiende su obra napoleónica: la Coronación de Napoleón o el retrato inconcluso, sin tildarlo de “camaleónico”), ni tampoco todos sus discípulos tenían el talento creativo de David. Fue el caso de Ingres, autor de una pintura perfecta, para lo cual no le faltó talento, pero que redujo el fervor davidiano a la mera receta, es decir, al “academicismo”. Contra esta reducción reaccionará Eugene Delacroix, al tiempo que reconocía en David al “padre de la pintura moderna”.
Guy Pérez tenía una muy interesante concepción acerca de las polémicas que se daban entre las generaciones artísticas en Cuba, y era que, a diferencia de Europa, entre nosotros las generaciones no se sucedían, sino que se atropellaban. Con esto quería decir que había una convergencia de poéticas diversas, dispares o contrarias, que luchaban por su legitimación en cada circunstancia histórica, acompañadas por críticos de vocación y profesión o por advenimiento, que servían de canalizadores de la opinión especializada, enfrentada a la de una clientela sin rumbo estético definido o, en todo caso, anquilosado en un gusto ya probado. Guy Pérez se refería particularmente a las importantes polémicas de las décadas de los 30 y los 40, pero bien mirado, ese “atropellamiento generacional” develado por el crítico parece ser una cualidad endémica entre nosotros.
También hay que tomar en cuenta, como dijo Grazziella Pogolotti, que “cada época tiene sus padrinos intelectuales” (Pogolotti, 1965:9). Lo tuvo la generación de los 20 en Bernardo Barros, quien en su Discurso de ingreso como miembro de número a la Academia Nacional de Artes y Letras en 1924, titulado “Origen y desarrollo de la pintura en Cuba”, resalta la buenaventura de contar en nuestros orígenes con el italiano Perovani, de paso por La Habana, y con el francés Vermay, se dice que discípulo de David (según Rigol, “una vaga sombra”) (Rigol,1982: 99), el fundador de nuestra Academia, para de inmediato pasar, en un “salto mortal”, a los primeros años del siglo XX, con el reconocimiento al giro de modernidad que protagoniza la ilustración gráfica y la caricatura en manos de Jaime Vals, Conrado Massaguer y Rafael Blanco, para proseguir con la obra de Esteban Valderrama, con la que encabeza una relación de pintores y escultores de nueva generación. En su discurso, el crítico además llama la atención sobre el paso por La Habana de dos exposiciones de pintura francesa que para él significó un gesto democratizador y educativo del gusto, cuando, por otro lado, Rigol estimaba que esas exposiciones fueron muestra de la peor pintura francesa, que no actualizaban, sino que acentuaban el alejamiento de la escasa clientela y coleccionismo de arte de toda noción o intención vanguardista. Califiqué de “mortal” el salto de Barros, no para usar la metáfora manida que da un sentido del abrupto traslado en un espacio temporal, sino porque, en su discurso, el crítico no critica, sino que omite, le da muerte artística, a los artistas que cubrían nuestro panorama de la plástica desde finales del XIX y esos primeros 20 años del XX, entre otros, los más relevantes: Armando G. Menocal y Leopoldo Romañach.
Cierto que Barros fue el paladín de los humoristas, y le asistía toda la razón del mundo, pues tal avistamiento crítico en defensa de estos géneros, muchas veces y erróneamente considerados menores, argumentando el rol que desplegaron en aquellas circunstancias nacionales, que Barros y otros autores describen en una síntesis de vicisitudes, es una tesis que, con la ventaja que permite la distancia estética, hoy está corroborada, al punto de establecerse, dentro de nuestra historiografía, que la ilustración gráfica y el humorismo, en especial la caricatura, fue nuestra avanzada vanguardista. Tal como afirma Bermúdez, refriéndose a la caricatura y justificando la perspectiva innovadora de Barros, no sólo era: “la única en su momento dable de atender en términos de creación artística, sino, y, sobre todo, en términos de creación artística de vanguardia”. (Bermúdez, 2008:7)
Así como Barros, Loló de la Torriente, Jorge Rigol, todos coinciden en el panorama desolador de la plástica y del campo artístico cubanos en esos primeros veinte años de siglo XX que, para nosotros, son también los primeros 20 de la República. No veamos este último dato como una mera casualidad histórica, sino que está sumamente implicado en ese estado de crisis al que se refieren los referidos autores cuando tratan ese período. (…)
NOTA: Conferencia impartida como parte del programa del Salón Provincial de Artes Visuales de Santa Clara, diciembre de 2017.