¿Podemos seguir oponiendo el relato ficticio al histórico?[1] Preguntaba Barthes al inicio de una reflexión sobre las tradicionales tipologías del discurso. Para el autor la diferencia esencial había residido en la supuesta subordinación de la narración histórica a lo real y a la exposición racional de los hechos. O sea, una ilusión de pertinencia y veracidad lograda por los artilugios de la lengua ajena a lo ficcional. ¿La Historia es literatura o puede un relato ser neutral?
Ficción declarada o no, el relato calla oscuridades, incertidumbres para quien lo interpela, pues el yo enunciante selecciona su “verdad”. Más allá de las distinciones del discurso, todo sujeto o colectivo inventa sus propias maneras de narrarse. La muestra Blind point (exhibida en el ISA en el pasado mes de junio) exploró, descubrió, cuestionó los posibles puntos ciegos de múltiples historias desde el terreno ficcional que también es el arte, aprovechando su capacidad para iluminar asuntos “difíciles” y reconfigurar el universo sensible. Los autores que la integraron, revelaron al simulacro y la teatralización de la experiencia como modus vivendi inherentes al ser humano, cuyas consecuencias extremas toman forma de patologías sociales.
Cómo nos construimos responde en gran medida a la información aportada por la cultura que nos hace parte funcionales de la sociedad. Lo inaceptable a dicha “ética del hábito” permanece en el dominio que los psicoanalistas llamaron inconsciente. Las oscuridades del yo contradicen o tensionan por sus manifestaciones (los llamados actos fallidos, el chiste, los sueño, etc.) la cotidianidad automatizada, la repetición de los esquemas aprendidos por los procesos de identificación, crítica y control del yo.
Las piezas de Viviana Ramos y Carlos Aguilar traducieron variantes de trastornos psicológicos del individuo asociados a las mencionadas zonas en penumbras, que a su vez metaforizan estados de enfermedad social. Ad infinitum, recrea y ataca el automatismo impreso en la existencia humana, la inercia mental, la ausencia de autodeterminación del sujeto, al tiempo que responde a preocupaciones esenciales en la poética de Viviana relacionadas con estos fenómenos en el universo institucional de la música y sus actores. El propio título proviene de este ámbito y sugiere la continuidad indefinida de cualquier proceso cuyo proceder base es la repetición. Viviana escogió la performance como práctica artística para esta propuesta, significativa no solo por su potencial desacralizador sino por la eficacia del artificio escenificado y su laberinto de significaciones activadas. Un actor contratado interpreta al músico-autómata. Son personajes creados por la artista, a ella pertenecen durante la duración de la pieza y, por tanto, a ella se subordinan sus destinos. Como es usual en los trabajos de Viviana la reflexión se expande más allá del ámbito musical hasta las problemáticas del sujeto marioneta y su vida como escenario. Por ende, implica una alusión al poder, otro de los tópicos claves de la muestra.
El poder y su componente teatral tuvieron continuidad en la serie fotográfica Libido de Carlos Aguilar. Los sujetos focalizados por la luz, de intención dramática, se encuentran en estado de máximo placer ante el reconocimiento público. El paratexto ironiza la solemnidad del éxtasis de ciertos personajes en el momento de alocuciones oficiales, vinculando esta escenificación con un concepto de los estudios psicoanalíticos. Los protagonistas de las fotos despliegan sus ademanes según un papel aprendido para el rol que desempeñan. Son voceros del discurso oficial, pleno de oscuridades, de oclusiones. En estos individuos la escisión por la incoherencia entre el yo público y el privado suele ser mayor que en el resto. Como en el environment que propuso Carlos Javier Diéguez, alter ego y sujeto se oponen diametralmente. Sucedió lo que al personaje de Amanda Echevarría: el sacrificio de la cabeza propia, el off del pensamiento autónomo en favor de la reproducción del status quo.
En términos de proyectos para la construcción de una nación (ansia moderna puesta en solfa por el pensamiento post), aquellos que detentan el poder potencian los valores y conductas que reafirman el mencionado status a partir de la manipulación del sujeto. Para facilitar la identificación ciega de las masas con determinado sistema, las maneras de narrar la nación se basan en mecanismos que coquetean con la ficción como: la espectacularización de la historia y los relatos heroicos, los mitos fundacionales y la mixtificación de la figura del líder. En estos relatos, los espacios sombríos incluyen todas las microhistorias que no cuadran a la teleología nacional; lo fragmentario, la audacia, el desacato al líder, las rescrituras, la anécdota innombrable, la política incorrecta, lo diferente, lo abyecto, el asesinato del padre, la muerte del dios.
Jesús Hernández perpetuó en sus obras desfiantes interrogantes que dinamitan cualquier tentativa de relato total. ¿Cuál es la verdadera naturaleza de tu realidad? Es la pregunta que hilvanó sus cavilaciones inquiriendo al yo y al nosotros, impulsándonos a repensar sus lugares comunes. Su Cristo (Perdóname padre) conmueve a la vez que moviliza el pensamiento, no solo por la reinterpretación atípica de uno de los temas más antiguos de la tradición pictórica occidental y su patron simbólico, sino por su contundente tesis. El doble (auto)sacrificio del “elegido” fue presentado por el artista como definitivamente estéril, desde un presente desencantado y escéptico. Supone el rotundo fracaso del hijo en su sagrada mision salvadora, la decepción del padre, el suicidio de la utopia.
La muerte, fin de toda narración, ha sido empleada en determinadas prácticas artísticas como motivo pretexto para proyectar u evocar la historia que condujo hasta ella. Esta última llega a ser más significativa que el propio personaje representado. El antecedente de la muerte se focaliza en la serie Los secretos de la corona, la cual no devela nunca los posibles asesinos, escenarios o víctimas específicas, pues solo sugiere la causa: exceso de información. Probables muertes por tentativas de completar o desacreditar un relato tal como “la corona” le contó a sus fieles súbditos.
Otra manera de desafiar la grandilocuencia de las teleologías y sus imágenes fue la asumida por Alberto Regueira en la serie Calle Pravda; lienzos realizados a partir de fotografías del primer viaje de Fidel Castro por la Unión Soviética. Su gesto desactivó e invirtió la carga simbólica inicial de las imágenes, otrora plenas de la manipulación romántica de los primeros años del triunfo revolucionario. Alberto decidió plasmar los espacios mínimamente, de manera tal que casi pasan inadvertidos en los fondos grises donde los ubica. Sin embargo, el hecho más evidente es la ausencia del sujeto protagónico y sus acompañantes, imágenes saturadas de las cuales artista prescinde. Se exime con ello de la esterilidad del ícono mil veces reproducido. No obstante, Alberto también manipula la imagen, solo que en sentido inverso al original. Los escenarios en gris, sencillos estructuralmente y de cierto tono lúgubre, traducen esta suerte de iconoclasia. A la vez, toda esta antítesis pictórica de la épica fotografía de los años sesenta abre la posibilidad al espectador de construirse sus propias historias sobre aquel evento oficial y sus personajes. Implica la oportunidad de otras versiones.
Si en la anterior serie el afán democratizador puede no ser intención expresa, para Kevin Ávila es fundamento conceptual de todas sus piezas. Incluso, parece tratarse de una actitud creativa esencial. Kevin prefiere motivar, sugerir, librarse de discursos preestablecidos y creer en la responsabilidad del artista como premisa previa al acto creativo mismo. De todas las poéticas es quizá la suya la que mayor espacio explícito ofrezca a la construcción de ficciones nuevas e innumerables por parte del público, como sucede en la serie de los carteles. No obstante, es imposible la absoluta ausencia de marcas personales, pues el propio gesto de no subjetivizar lo expresado constituye un indicio de determinada intencionalidad del autor.
En definitiva, la muestra toda fue en sí una gran constelación ficcional que generó nuevas escrituras e incitó a revelar los puntos ciegos de otras tantas.
[1] Roland Barthes. “El discurso de la historia”, en El susurro del lenguaje. Mas allá de la palabra y de la escritura. Ediciones Paidós, Barcelona, 1988. pp. 163-167.