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Tanteos de un samurái

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“Ojalá se te acabe la mirada constante, la palabra precisa, la sonrisa perfecta.

Ojalá pase algo que te borre de pronto: una luz cegadora, un disparo de nieve,

ojalá por lo menos que me lleve la muerte, para no verte tanto,

para no verte siempre en todos los segundos, en todas las visiones…”

Silvio Rodríguez

Ojalá fue el título de la última intervención artística del joven fotógrafo Javier Alejandro Bobadilla, pero en esta ocasión se dio cita con una proyección más allá de la bidimencionalidad de esta técnica para realizar un performance que, a mi criterio, resultó animado e interesante teniendo en cuenta el tema eje de la intervención. Recreando un combate samurái, totalmente improvisado, Javier realizó su primer performance el pasado 13 de junio en D´Nazco Estudio, cautivando a un público intenso que formó parte fundamental de la concreción efectiva del mismo.

Inherente a la efervescencia creativa de los artistas es esa cuestión de exploración y explotación de manifestaciones, técnicas, procesos, métodos, herramientas…, con el fin de poner en valor un discurso crítico de acuerdo a las inquietudes de cada creador. Y es que estamos ante un ejemplo de ello cuando nos acercamos a la producción de Bobadilla, aun cuando su inserción en el universo artístico data de los primeros años de los 2000. Pero como es sabido, no siempre cantidad implica calidad. Y en esa misma línea, retomo una sentencia del crítico Rafael Acosta cuando en el 2013 se refería a la joven producción fotográfica de este creador:

“La obra artística de Javier Alejandro Bobadilla crece gradualmente (…), dando muestras de una madurez temprana. La factura de las imágenes, la calidad de su terminación y el propósito conceptual que las anima, interesan y agradan al degustador visual de la fotografía más contemporánea (…). Pertenece, así, a una generación de jóvenes fotógrafos que dan continuidad a una tradición del arte del lente que se entierra en los inicios del pasado siglo”.[1]

Y en ese sentido de crecimiento profesional y creativo, este joven artista se ha lanzado al ruedo del performance como otra plataforma pertinente para sus concepciones discursivas. Siguiendo una línea que previamente desarrolló en fotografía y que concretó en una muestra personal denominada El samurái suburbano, Javier explora el intríngulis de un trabajo procesual y performático vinculado a un tema poco abordado en el arte nacional, pero que sin dudas ha adquirido cuantiosos seguidores, generalmente muy jóvenes, interesados en la cultura visual japonesa, en sus tradiciones, actualidad, conceptos y costumbres.

Si bien en aquella muestra fotográfica el artista teatralizó y congeló en imágenes un contenido referente a la filosofía oriental en ese diálogo con la cultura cubana y su resultante social de tal intercambio, usando para ello su propio cuerpo como recurso para reflejar y proyectar un discurso; en su más reciente interpretación igualmente se vale de sí mismo, de su propia fisicidad y de la reacción y atrevimiento de un público diverso para llevar a cabo esta suerte de combate, como una especie de continuidad temática que comenzó años atrás con la fotografía.

En este caso, durante la muestra escénica, a manera de obra de teatro con total dosis de improvisación, fue explícito el interés de provocar al espectador, de asombrarlo e incitarlo a participar del combate. La adrenalina se hizo sentir en el ambiente, y la intensidad en una lucha que apenas comenzaba fue cobrando movimiento y significado a medida que ambas “espadas” se entrecruzaban. Se desprendía de esos toques, de las miradas encontradas, de los movimientos, de la caída, de la acción – reacción de ambos un deseo por defender lo que experimentaban, una necesidad de dar todo de sí mismos en aquel momento, de proteger y preservar sus intereses, su postura frente al otro y frente a los demás.

Esta suerte de performance/combate al estilo samurái recreó, contextualizó y trajo a este minuto de contemporaneidad una acción de sumo respeto y tradición de la cultura japonesa, con el fin de analizar y comprender cómo llegar a una entendimiento desde la práctica de un método de comunicación como el combate, y apreciar de cerca cómo se da un comportamiento de honor y ética desde una suerte de lucha corporal y espiritual al unísono.

El respeto se da –o al menos debe darse– desde cualquier expresión vívida como formas de comunicación: el diálogo, la reyerta, la mirada, la escritura, el pensamiento… Todo debe pasar por un tamiz de respeto y honor de ese sujeto otro considerado “enemigo”. En ese sentido, muy oportuna resulta la cita que ha llegado a nosotros de uno de los pensadores japoneses, Jim Lau, al respecto: “Pese a que eres mi enemigo, tómate otra copa”.

Ojalá no solo encierra un deseo con visión futurista en el sentido más amplio de la palabra. Ojalá es una necesidad de realización desde cualquier manifestación y experiencia. Ojalá es querer y odiar, es retener y dejar ir, es vivir y morir, es combatir y dialogar, es cuerpo y espíritu, es realidad e idilio. Ojalá es una acción en pausa, una reacción contenida. Ojalá es un antes y un después en un comportamiento y denota, a la vez, una sensibilidad espiritual.

Y es que en el proceso de análisis de esta obra experimental, es evidente que cada detalle fue oportuno para su climatización y desenvolvimiento apropiados. Las maid o sirvientas que acompañaron la acción, los personajes vestidos a la usanza samurái, el acompañamiento musical, el ritual de iniciación y término del combate, todo, exclusivamente todo, ocupó un peso importante en la comprensión de lo que pretendía generar y transmitir el artista. Nada fue gratuito en cuanto a disposición y función. Los samurái eran una especie de escolta presencial y espiritual durante la acción. La misma estuvo, además, amenizada con una letra musical acorde a la situación y el tema, y que Javier adoptó además como título de su intervención. Se trata de la canción Ojalá del cantautor cubano Silvio Rodríguez, reinterpretada por la agrupación Moneda Dura con una intensidad rítmica y cadencia agitada muy en consonancia con la euforia que desprendía el combate en los momentos justos de enfrentamientos.

Por otra parte, y aun cuando se conoce que las maid son un concepto popularmente conocido de Japón, que absorbió su imagen de la cultura inglesa y la recontextualizó de acuerdo a su propia cultura y costumbres; las que allí figuraron durante la puesta en escena adoptaron una postura de total dignidad, respeto y altivez acorde con el momento.

De igual modo, como es costumbre antes de los combates, los duelos o el acto del seppuku[2], se escribe un poema que acompaña el ritual. Precisamente Bobadilla ofreció uno de su autoría, así como también una suerte de crisantemo de espadas como símbolo propio de su rito. Ambos, poema y símbolo, resultan una provocación, una invitación al espectador de ser partícipe de tal experiencia, de intercambiar, de combatir, de hablar siempre desde el honor y el respeto:

El enemigo me odia

El enemigo me necesita

El enemigo me libera

El enemigo me enseña

El enemigo me honra

El enemigo me da lo mejor de sí

El enemigo no miente

Sé mi enemigo[3]

Entiéndase ese enemigo no solo como adversario de quien lo provoca, no solo como enemigos uno del otro; sino como complementos de una acción, de un sentir, de un espíritu y una necesidad.

[1] Acosta de Arriba, Rafael. Palabras al catálogo de la exposición personal del fotógrafo Javier Alejandro Bobadilla, El samurái suburbano. Galería Luz y oficios. La Habana, 2013.

[2] El Seppuku está entendido como una forma de expiar la culpa por un error, de hacer pública una animadversión o de protestar por una decisión injusta; pero también es una forma de defender la inocencia, de acompañar al señor en la muerte o de morir con honor en lugar de caer en manos enemigas.

[3] Poema de la autoría de Javier Alejandro Bobadilla como complemento fundamental del performance y el concepto trabajado desde dicha intervención.


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