“La primera fiebre que debe superar un coleccionista es la de la posesión”
Ambroise Vollard. Memorias de un vendedor de cuadros.
Silvia Dorfsman (La Habana, Cuba, septiembre, 1963), se aparta del perfil de coleccionista rico que atesora arte como parte de una imagen prestigiada que se corresponda con su status o persiguiendo diversificar su cartera de valores; mucho menos se parece al mercachifle que vende con absoluto desapego por la obra, para quien solo representa un número en sus existencias, un producto que, si se coloca en el mercado, da dinero. Esta emprendedora y encantadora mujer se reconoce a sí misma como un tipo de coleccionista temporal, que disfruta de las piezas en sus paredes mientras las promueve: “… vendiendo para poder adquirir y disfrutar nuevos exponentes que me apasionen –asegura-, aunque los disfrute por cortos periodos”.
Entrevistarla es fácil; por un lado, porque resulta la perfecta anfitriona que aprendió a distinguir y atender los gustos de las personas, y por otro, porque tiene mucho de la ejecutiva moderna práctica y directa, con toques indistintos de familiaridad y refinamiento: “De niña gocé con las pinturas, cristalería y porcelanas que habían en casa (…) me deleitaba enormemente hojear los libros, ver sus ilustraciones, mientras revelaba inclinaciones por el dibujo y el baile, no obstante, nunca llegué a estudiarlos.
(…) “Mi infancia y adolescencia, transcurrieron en La Habana entre la Puntilla, la Playita 16 y el Ferretero. Mucho mar y pocas responsabilidades”. Silvia reconoce que aquel universo cargado de felicidad e inocencia, terminó de golpe cuando en 1980, con 16 años, abordó un barco durante el éxodo masivo del Mariel, para trasladarse a Norte América con su familia, sus padres, abuelos maternos y hermanos. Para ella todo cambió vertiginosamente y aquella experiencia tronchó su candidez, volviendo del revés las cosas, iniciándose una existencia muy diferente a la de su barriada habanera (…).
“Estudié en Florida International University (FIU), Relaciones Internacionales, con un minor en Historia del Arte, y cursos de pintura y escultura (…) tomé clases privadas de pintura y mi profesor me llevó a visitar el estudio de dos pintores a los que quiero mucho, Luis Marin y José Iraola. Fue un gran fichaje (…) y el definitivo flechazo del arte”.
“En esa época trabajaba en el giro de la medicina, alternando con muchos médicos, de modo que empecé a organizar cócteles privados para publicitar y ayudar a vender los cuadros de ambos. Entonces Marin propuso pagarme una comisión, acepté, y en adelante me envicié con el desafío constante de encontrarle dueño a las obras (…)”
Evita tocar nombres para no caer en omisiones, pero a lo largo de su gestión ha vendido mucho a: Bedia, Aguilera, Llorca, Carlos González, Pepe Franco, etc. (…) “En la década del 90, abrí mi propia galería, fui curadora de otras dos y desde el 2002, funciono como dealer independiente. Tuve la dicha de conocer a maestros como José María Mijares y situé innumerables obras suyas, asimismo de Cundo Bermúdez y Rafael Soriano. Hoy en día mercadeo las de artistas cubanos que residen en Estados Unidos, en Cuba, o en cualquier parte del mundo y siempre que puedo escojo figuras que conozco bien…” (…)