“El ojo con el cual veo a Dios es el mismo ojo con que Él me ve”.
Angelus Silesius
(El Peregrino Querubínico)
A muchas culturas del mundo es común la idea de que los dioses poseen u observan la Creación mediante un ojo único, omnipresente y omnisapiente, que todo lo puede y todo lo ve. Por ejemplo: en los cruentos combates que libró contra Set, su tío paterno, Horus sufrió múltiples heridas, entre ellas la pérdida del ojo izquierdo, el cual, gracias a la intersección de Tot, fue sustituido por el Udyad, «el que está completo»: conocido símbolo que remite a lo perfecto y lo imperturbable, al orden cósmico y social. Asimismo, es un poderoso amuleto con propiedades terapéuticas, protectoras, purificadoras. Gracias a él, Osiris volvió a la vida. «Te traigo el Ojo de Horus para que tu corazón pueda alegrarse», reza un conjuro de los Textos de los Sarcófagos.
Odín, dios líder del panteón escandinavo, entregó gustosamente su ojo izquierdo al gigante Mímir por tal de que este le dejara beber el agua del pozo de la sabiduría ubicado en las raíces del sagrado fresno Yggdrasil. La pérdida de un ojo físico equivale aquí a la adquisición del conocimiento absoluto o de la capacidad para vislumbrar el futuro de dioses y de mortales. Una vez Odín logró su cometido, Mímir arrojó el botín al fondo del pozo, cuya corriente degustó hasta el instante de morir decapitado por los Vanir durante un enfrentamiento con los Æsir. Poco después, la cabeza del gigante terminó en manos del dios tuerto, quien la utilizaba a manera de oráculo.
La mirada del bindi o tercer ojo de Shiva, ubicado en su entrecejo, lo reduce todo a cenizas, pues se corresponde con elemento fuego, en contraposición a los ojos físicos derecho (el Sol, el futuro) e izquierdo (la Luna, el pasado). Al expresar el presente desde la simultaneidad (es decir: sin dimensiones), destruye toda manifestación del ser. El Tercer Ojo es, en el budismo, el Prajnā-chaksus (ojo de la sabiduría) o Dharma-chakus (ojo de Dharma, entendido esta como «religión», «ley religiosa» o «conducta piadosa correcta» en el hinduismo, el jainismo y el sijismo). Órgano de la visión interior y, por consiguiente, exteriorización del corazón, se ubica en los límites de la unidad y la multiplicidad, de la vacuidad y la no vacuidad, lo cual permite aprehender ambas posturas de forma simultánea.
A cualquier amante o estudioso de lo mitológico, lo místico o lo religioso podrían asaltarle estas referencias mientras contempla El ojo de los cien mil dioses, acrílico sobre lienzo, ejecutado veinte años atrás, que «abre» Nacido de lo invisible, muestra personal de Elías Henoc Permut que por estos días acoge la galería Villa Manuela.
La obra pictórica de este creador avileño propone una suerte de cartografía de lo espiritual, un desplegar las alas para alzar el vuelo en busca de respuestas a esas preguntas que nos han preocupado desde los albores de la humanidad: ¿existe una entidad superior que rige nuestra existencia? ¿Somos productos del azar biológico o fuimos creados por una mano todopoderosa? ¿Habita en nosotros un ápice de inmortalidad, o nuestro cuerpo es un amasijo de tejidos y fluidos amasados por la naturaleza? ¿Es el cosmos producto de una voluntad divina? ¿Existe Dios?
Las posibles respuestas están encerradas en Semiótica celeste (2004), Malkuth (2013), Ingeniería angélica (2007), Orión (2007) y el resto de las pinturas y dibujos que componen la muestra, cuya solución museográfica incluyó varios poemas rubricados por el artista. Incluso, el número de trabajos incluidos en la muestra transmite información, pues son nueve piezas, número que, en la iconografía cristiana, remite a la sabiduría y el poder de las masas, ya que nueve son los coros angelicales, distribuidos en tres Jerarquías de tres coros cada una.
Elías le presta particular atención a la palabra escrita, al verbo como fuente de poder, como principio y fin de todas las cosas. Él sabe de la importancia que poseen las palabras al interior de casi todos los sistemas religiosos a nivel mundial. La propia Torá prácticamente comienza con un verbo, una orden divina que da origen a la Creación. «Yo soy el alfa y la omega», aclara Jesús en el Libro de la Revelación, comparándose con la primera y última letras del alfabeto griego, dando a entender que es todo cuanto se ha dicho, todo lo que se dice y todo lo que se dirá. Existe una palabra, secreta y terrible, capaz de precipitar al cielo sobre nuestras cabezas. Por suerte, existe otra, mucho más poderosa, que lo mantiene en su lugar.
El lenguaje verbal toma cuerpo en la obra de Elías mediante disímiles frases que encontramos en casi todas sus composiciones. Son textos sencillos, escritos (¿debiera escribir «pintados»?) en latín, inglés, italiano, español, francés, hebreo; que alaban a la divinidad o recuerdan su carácter amoroso y benevolente. Lo escritural también llega desde lo poético, pues el artista parte de sus propios versos para tejer esas imágenes semejantes a yantras o mándalas hindúes, resueltas a base de líneas negras, que se apropian del espacio pictórico, se expanden y comunican entre sí, en un afán cercano al horror vacui. En realidad, Elías trabaja con el símbolo resumido a su mínima expresión, a sus rasgos más necesarios y funcionales, urdiendo un apretado tejido anicónico donde múltiples místicas se superponen, conviven, dialogan, son vistas por un solo ojo.
Estamos, por consiguiente, ante la resolución pictórica de un misticismo sinóptico, de un politeísmo transcultural pletórico de referencias. Por aquí, el mantra Om, símbolo del divino Brahma y del universo entero; la palabra YHWH, el Nombre de Yahvé, escrito en caracteres hebraicos; el jamsa, amuleto con forma de mano, muy utilizado por las culturas musulmanas y sefardíes, que remite a la Mano de Dios, programa iconográfico judeocristiano asociado a la intervención divina en el plano terrenal; El Tetramorfos: las efigies de hombre, león, toro y águila que representan a los evangelistas Mateo, Marcos, Lucas y Juan. Por allá, cruces ansadas, símbolos zodiacales, faces lunares, cifrados alquímicos, figuras que recuerdan al aegishjalmur nórdico, al triskel celta o a los dibujos rúnicos procedentes de la Islandia medieval. Ojos encerrados en triángulos, aludiendo a la trinacria armenia, al Gran Arquitecto del Universo, a la Santísima Trinidad. Pentagramas, octagramas, estrellas de David, hexagramas del I Ching. Keter, «la Corona», La Luz Superior, primera sefirá del Árbol de la Vida hebraico, identificada con el instante cero del que brota la vida misma, y que en el hinduismo equivale a Brahma, principio vital de todas las formas de energía. Símbolos personales: una salamandra, un escarabajo, un pez y un ave para identificar, respectivamente, al fuego, a la tierra, al agua y al aire.
Estos palimpsestos de trazos y significados, estas comuniones de dogmas y dioses aparentemente caóticas, pero construidas con suma precisión, encierran una verdad tan meridiana como contestataria: todas las religiones, amén de sus respectivos panteones, tabúes, ritos, preceptos y misterios de fe, parten de una raíz común y persiguen los mismos objetivos: percibir la cercanía o intentar la comprensión de lo divino. Desde el arte, Elías Henoc Permut (cuyos nombres bíblicos casi predestinaron el camino que hoy recorre) busca ambas experiencias, y sus aprendizajes quedan reflejados en su obra, en sus cosmogonías, en esos mapas astrales tan sugerentes como herméticos que una vez más somete a nuestra consideración.