“Nada más intenso que el terror de perder la identidad”.
Alejandra Pizarnik. Poesía Completa, La noche, el poema, 1969.
Vuelve a experimentar el arte cubano otro alumbramiento maravilloso en la pintura de Alexander Silva (Mayabeque, 1976). Parece extrañar a muchos el alejamiento de excelentes creadores de este gesto artístico, definido por Leonardo Da Vinci como una “poesía que se ve sin oírla”. Nace entonces en este creador el interés por esos grandes lienzos, donde no puede faltar la pincelada vibrante y el temperamento, el colorido soberbio y contrastante, o la invitación permanente a desandar historias de vida, ahora atravesadas por la creación.
Entender las obras de Alexander demanda un (re)conocimiento del mundo de los mass media y sus consecuencias en la conformación de una aldea global (Marshall McLuhan) que ha incidido con fuerza tremenda sobre los seres humanos y la articulación de sus identidades. Su serie Vestigios de la refiguración deviene como resultado de estas inquietudes conceptuales del artista ante el bombardeo de imágenes generado por las instancias mediáticas, constructoras de historias y personajes virtuales, desprovistos de toda huella de realidad.
Las piezas parten de un referente fotográfico, luego llevado al lienzo a partir de las posibilidades expresivas y técnicas aportadas por la pintura. Silva se inclina por los primeros planos para captar el rostro de las féminas representadas. Esta constante búsqueda del espacio íntimo y confidencial respecto a los sujetos, se manifiesta como elemento común en todos los trabajos, unido a la plasmación de miradas de visible carga emocional, tocadas por la fragilidad y la inminente duda.
Pudiera pensarse esta serie en otra dimensión conceptual, más próxima a los temas de género, tan reflejados por la pintura actual. El arte se ha hecho eco de esa necesidad continua por reconocer la igualdad de los seres humanos desde todos los ámbitos de expresión, y estas piezas no están apartadas de tan lícita idea. Pero la motivación del artista atraviesa cuestionamientos más profundos, que sobrepasan incluso, la sensación visual lograda.
Pero, sin dudas, las experimentaciones cromáticas son las protagonistas de esa explosión de significados presentes en cada obra. El artista establece una suerte de coqueteo con los colores del medio televisivo y los distribuye en sus trabajos como fogonazos conscientes que desarman cualquier posibilidad de ubicarnos ante un retrato real. De forma inteligente, se cuestiona la idea del arte como modelo de construcción de identidades individuales (Anna Zeidler-Janiszewska) y nos induce a reflexionar sobre ese indiscutible desarraigo de nuestras propias imágenes e historias, en busca de cómo queremos ser percibidos por los otros. Los medios de comunicación se convierten así, en un gran mercado de estereotipos donde hay sitio para todos en este “mundo que vive al instante, como un animal desconcertado”[1].
Alexander ha comprendido que el arte es también una actitud ante la vida, a veces colmada de subterfugios, propios de una contemporaneidad monopolizada por la digitalización, otras más inteligente y audaz. Él ha decidido continuar arrojando luces sobre los valores supremos de la identidad.
[1] García de Cortazar, Fernando. Carmen Laforet y el nuevo realismo. En: http://www.abc.es/cultura/abci-carmen-laforet-y-nuevo-realismo-201604100219_noticia.html