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Dinámica de la cubanidad en la plástica cubana

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“Cree el aldeano vanidoso que el mundo entero es su aldea…”

       José Martí, Nuestra América, 1891

Intentar responder o establecer qué es la cubanidad, es algo que nos acompaña desde antes de constituirnos como nación y cuya representación o expresión a través del arte amerita un entendimiento no exento de problematizaciones que podríamos asumir desde dos perspectivas: la ontológica y la genético-histórica.

Si Cuba fuera sólo un espacio (físico, geopolítico), para la acreditación de la identidad de una obra de arte bastaría con indicar hecho en Cuba. Por este camino podríamos plantearnos si será cubana la Gitana Tropical, pues esta obra, a partir de la cual solemos representar el nacimiento de nuestra vanguardia, asentada sobre el proyecto consciente de producir y promover un arte nacional, Víctor Manuel García no la pintó en Cuba, sino en París.

Habría entonces que desplazar la noción de cubanidad, más que al lugar de hechura, hacia los sujetos que la portan como cualidad o condición, por lo cual tendríamos que cambiar la etiqueta por la de “obra hecha por nacidos en Cuba”, sin importar si su creación fue realizada dentro o fuera de los límites físicos de la nación.

Podemos convenir en que la cubanidad constituye un código programado, una especie de ADN cultural, heredable y transmisible, a pesar del debate generacional, como también transportable, a pesar de las tensiones entre la nostalgia y la alteridad. Es cierto que cada quien es parte de esa subjetividad arraigada, tradicional y colectiva, que Pierre Bourdieu calificó como “inconsciente cultural”, del cual formamos parte y que no podemos quitarnos como una pieza de ropa si cambiáramos de circunstancias de vida[1].

En este proceso de autodescubrimiento para una autodefinición, no podemos olvidar que también ha sido oportuna la mirada del otro, como cuando el español Víctor Patricio de Landaluce, no obstante sus burlonas caricaturas y alusiones ofensivas a los cubanos y a los negros, nos proporcionó un espejo donde mirarnos con su serie Los cubanos pintados por sí mismos o con la de Tipos y costumbres de la Isla de Cuba, que ilustraban las más connotadas crónicas o cuadros sociales costumbristas del momento, escritos principalmente por autores criollos.

Como también, en pleno fervor romántico, corriente esta que asociamos al espíritu independentista que animaba a buena parte de los cubanos en la segunda mitad del siglo XIX, sucede que no fue el cubano Esteban Chartrand, sino el canario Valentín Sanz Carta, quien develó la luminosidad de nuestra latitud hemisférica y la tradujo a materia plástica artística para fundar nuestro peculiar paisaje romántico, ausente de nostalgias, dorados y penumbras europeas, y sí audaz, brillante, liberal.

Así que, resumiendo, tendremos que admitir como cubano todo el arte realizado dentro del territorio nacional, tanto el que hacen los cubanos como el que fuere hecho por franceses, italianos, españoles, norteamericanos, ingleses, holandeses, cuestión esta permisible desde el noble concepto de patrimonio, y también tendría que admitirse el arte que hacen todos los cubanos, aún fuera del territorio nacional.

Para intentar resolver este enigma de la cubanidad, devenido problema científico, pudiéramos acudir a un experimento, que colocaremos dentro del campo de las artes visuales: detectar lo cubano dentro de un conglomerado multicultural. Consiste en una tomar una pintura identificada como cubana y restarle lo que presuntamente tiene de foráneo, o de universal, para que quede lo propio, lo singular, que sería lo cubano. Intentemos, por ejemplo, sustraer todo lo que hay de Gauguin en Víctor Manuel, de Modigliani en Gattorno, o de Lèger en Pogolotti, o lo del muralismo mexicano en el primer Mariano. Quedaríamos perplejos ante el resultado: la operación no es posible. No cabe la sustracción sin desnaturalizar la obra; el “resto” no existe por sí solo.

Posiblemente lo más acertado sería no proceder a ningún tipo de decantación, porque al final, tanto los cubanos que asienten como los que disienten, los extranjeros que nos entienden y los que no, vascos, matanceros y canarios, cubanos en la isla y cubanos en París, los cubanos de adentro y los de afuera, islados y desislados, en cuerpo y alma o en uno de los dos, todos ellos tributan incuestionablemente a la cubanidad. Podríamos estimar que la cubanidad está en las comprensiones e incomprensiones, tensiones y contradicciones, en sus benevolencias y maledicencias, mixturas y reciclajes, realidades y espejismos. Sin embargo, ni siquiera está feliz solución inclusivista nos permite dar por concluido el asunto desde la perspectiva ontológica enunciada, cuando, al parecer, la tal condición está más próxima a una mística que a una representación objetiva, o a una objetivización del ser establecida como patrón formalizado y formalizante.

Determinar cuáles son los rasgos aparenciales para que un objeto artístico sea calificado como cubano, o cómo se objetiva la cubanidad, o qué rasgos sustentan lo cubano en tanto valor, sería una búsqueda de referentes tangibles de dudosa efectividad. No bastan ni resultan legítimos los efectos acreditados por el uso y el facilismo, ni los símbolos construidos (palmas, mulatas, síncopas, maracas…) a veces más permeados de exotismo y de intención comercial de nefasto calibre, que de expresión de esencia verdadera.

Podemos convenir con Arthur Danto, en que no es el fragmento lo que hace que algo sea arte; nosotros diríamos entonces que no es el fragmento lo que hace que una obra de arte sea cubana. No es el colorido, el tema, la sensualidad, la luz o el título que instruye para la interpretación. No es el elemento étnico como componente aislado, ni siquiera la síntesis o el sincretismo que tanto sustentamos, cuando, de hecho, este es patrimonio de todas las resultantes transculturales, mestizas o híbridas ocurridas en el mundo. Diríamos que son todos sus fragmentos, y ninguno en particular, lo que dota de identidad al objeto.

Así, la cubanidad en el arte, como cualidad o peculiaridad de una cultura, la cubana, será una construcción intencional colectiva, donde participa tanto la poiesis como la aestesis, un atributo más esencial que aparencial, que cualifica a un objeto artístico en tanto lo dota de un significado identitario, estimado y asumido como valor cultural de y por una entidad concreta. Tanto así, que sería portador de un valor distintivo, según los requisitos de la modernidad, como pieza única y original dentro del conglomerado universal, y portador de la distinción necesaria para entrar en el mundo de “los elegidos”, atenidos a los requisitos del mercado internacional, según cánones de novedad y exclusividad.

Originalidad que tiene su base en la transculturación y que nos remite a esa vocación apropiativa, como esencia o práctica constitutiva de nuestra cultura, que no se limita a una solución o superación de contrarios, según la fórmula binaria de lo propio y lo ajeno, lo natural y lo artificial, lo popular y lo ilustrado, sino que apunta a un sincretismo donde se integran, hibridan, reciclan y se parodian varios, incontables originales que desembocan en esa mezcla omnicultural, integrativa y desintegrativa, mestiza y neocultural que Fernando Ortiz, sabia y criollamente, calificó como ajiaco.[2]

En dependencia de estas gradaciones nos acercamos a resultados diversos, sin dejar de ser propios, así como nos identificamos, más o menos, con conglomerados culturales multinacionales, diríamos, por ejemplo, el Caribe o Latinoamérica, o la africanidad y la orientalidad de inmensos y heterogéneos continentes, a la vez que nos distinguiremos de todos ellos como singularidad. Por este camino no estaría de más repasar la vieja categoría lukaciana de “lo particular”.[3] La jungla, de Wifredo Lam, disertó sobre este doble proceso de integración y creación.

Pero tal comprensión del sincronismo de lo múltiple y de una identidad de movilidad holística, también puede acercarnos, peligrosamente, a hacer dejación de lo diferente, propiciado por el fenómeno de la desterritorialización al cual asistimos y que arrastra consigo  la crisis global de las identidades, o mejor y, por supuesto, la crisis de las llamadas culturas subalternas, pues el modelo mundialista o “desnacionalizado” sigue signado por los núcleos de poder económico, que son los mismos que pretenden atribuirse el poder cultural.[4]

Por tales razones, no podemos hablar de una cubanidad, sino más bien de diferentes formas del ser. De una dinámica, y no de una dialéctica, porque la dialéctica implica una superación, y en arte, se acumula, no se sustituye, máxime si tratamos con la naturaleza de una entidad y del arte que la expresa. Esta conclusión ontológica advierte sobre la necesidad de verla en su historicidad. La búsqueda de una posible genealogía propia para la cubanidad en el arte, estaría basada en el estudio de la especificidad del objeto artístico concreto de acuerdo con una institucionalización del arte avenida a nuestra naturaleza o imaginario en situaciones concretas, donde participan además campos extra-artísticos que convergen en este fenómeno y proceso. Esto nos conduce a tomar una perspectiva genético-histórica sobre el problema, la cual nos permitirá observar los diferentes estados de nuestra entidad cultural, cabe decir, la dinámica histórica, y no necesariamente lineal, de la cubanidad, con personalidad propia y lugar en el trasiego internacional del arte.

Decir que una obra de arte es cubana significa más que descubrir una cualidad de la que sus homólogos artísticos carecen. Pensar en una cualidad deriva irremediablemente hacia el inmovilismo y a establecer una demarcación que nos aparta del todo, en vez de entender las necesarias recombinaciones propias de un cuerpo vivo y sus desplazamientos en un espacio mayor donde este se inserta. Nuestra propuesta estética siempre será diferente: tiene que serlo, pero, sobre todo, en el tiempo y para nosotros mismos, y esta será la más clara evidencia de que existimos como entidad. La tarea del que mira, desde cualquier perspectiva o punto de vista, sin dejarse manipular por ninguna retórica sospechosa, será observar la cubanidad en su movilidad, es decir, en la dinámica de su tiempo y su espacio, vale decir, en su historicidad sincrética y mágica donde todo cabe y todo vale o, al menos, es posible.

[1] Pierre Bourdieu. Campo intelectual y proyecto creador. Revolución y Cultura (13), sep/68.

[2] F. Ortiz: “Los factores humanos de la cubanidad”, en Pensamiento y política cultural cubanos, Tomo I, Pueblo y Educación, La Habana, 1986, pp. 162-166.

[3] G. Lukács. Prolegómenos de la estética marxista. Ediciones R, La Habana, 1966.

[4] Ver Gerardo Mosquera: “Hoy día el artista circula con nombre propio, pero sin apellidos nacionales”: Desiré Vidal. Abril 26, 2009.s/f.


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